domingo, marzo 27

Carxofa Prat. Alcachofa Prat. Aquí al lado.

“Hija del agua y de la tierra, su abundancia se ofrece a quien la espera encerrada en un castillo de avaricia. Parece, por su blancura y por lo inaccesible de su refugio, una virgen griega escondida entre un velo de lanzas” Juan Perucho recupera estos versos del poeta Ben Al-Talla (S.XI), en un artículo de mediados de los años 60, que hablan de la cocina musulmana en España.

No opina lo mismo don Francisco de Quevedo en el Siglo de Oro. En su libro La cocina del Cid (Ediciones Nowtilus, Madrid 2007), Miguel Ángel Almodóvar rescata un fragmento del romance campesino Boda y acompañamiento de campo: “Doña Alcachofa, compuesta a imitación de flacas: basquiñas y más basquiñas, carne poca y muchas faldas”.

El pasado miércoles 23 de marzo, Gastromimix tuvo la fortuna de redescubrir la alcachofa y el trabajo de unos payeses, más cercanos de lo que nos pensamos, en la Masía Can Comas, dentro del Parc Agrari del Baix Llobregat y organizado por el Consorci de Turisme del Baix Llobregat.

No voy a pegar el rollo periodístico de lo que aprendimos y disfrutamos. Para eso ya pululaban por allí varias plumas del gremio de la información impresa y digital, que a buen seguro darán un testimonio más objetivo, científico y profesional. Es más, al final de este escrito, os dejo los enlaces para saber más de esta joya gastronómica y de este proyecto que camina firme en busca de su merecida IGP. Tampoco voy a presentar uno de nuestros artículos de submarinismo bibliográfico y de historia gastronómica para desnudar a la “espina o lengüeta de tierra” (ardi-schanki o al-karshuf).

En contra de los habituales artículos de Gastromimix, esta vez os voy a relatar la receta que ha ocupado una soleada y musical mañana. Sirva esta receta de homenaje a todas las personas que hicieron posible un encuentro tan educativo, ameno, sabroso y de puro campo: Calamares a la plancha, alcachofa Prat, cebolla de Figueres, morcilla y romesco.





Pelo y corto en gruesa brunoise unas cuantas cebollas, me gusta encontrarla en el plato y ser generoso, así que he puesto a dorar un par de cebollas gordas por ración. Mientras tanto he practicado la técnica del torneado que nos enseñó la chef Cristina Roig en el taller matutino de Can Comas, bajo unas bellísimas vigas de madera, rodeados de piedra natural y todo un despliegue de información visual y didáctica sobre la alcachofa Prat.

Una de las cosas más sorprendentes fue el redescubrimiento del concepto crudo (raw food, para los snobs gastronómicos). Tras comer “lo blanco” de unas hojas y un octavo de corazón torneado, comprobamos en nuestro paladar la ligera acidez, el intenso frescor, el suave dulzor, y ese punto aterciopelado que le dan sus “pelillos”. La pituitaria es invadida por tierra húmeda y hierba recién cortada. Curiosamente la savia que supura del tallo huele a SuperGlue. Tras la primitiva experiencia gustativa vino la invasión "marquetiniana" al maridar la cerveza Inédit con un carpaccio de alcachofa Prat cruda, aliñada con aceite de oliva arbequina y pimienta molida. A mi salvaje paladar le hubiera venido bien una contundente y tostada Bleder, pero casi mejor conformarse con esta rubia aromatizada y "bulliniana" para no perder la serenidad de tan buena mañana.

Mientas voy dorando la cebolla y los cuartos de alcachofa, aliño unas hojas crudas que me he reservado, abro una botellita de Jumilla Syrah y brindo socarronamente a la salud de Quevedo hincando el diente a tanta falda inmaculada. Unos granos de pimienta verde seca no le van a ir nada mal al guisote de hoy. Espero que el conjunto adquiera “un bonito color dorado que no quemado” (Xescomasterclass dixit). Le añado ron. Sí, ron, no me gusta el brandy ni el coñac, y el dulzón de la caña sabe mejor en esta receta. Dejo reducir y mojo con agua hasta cubrir. No quiero añadir caldo, quiero los sabores de la alcachofa, de la cebolla y del dorado. En todo caso, a la mitad de la reducción del agua, complemento el flavor del condumio con una ligera picada de avellana, almendra y guindilla seca.

Sabores primarios, puros y sencillos, como el antropófago placer que sentimos al comer una alcachofa a la brasa, vigilados desde las matas por sus enhiestos congéneres. Sin agentes externos, como el admirable trabajo de los experimentados payeses del Baix Llobregat. A pie de huerto y rodeados de miles de alcachoferas, Joan Ribas y Albert Bou, nos explican los esfuerzos para domesticar el cauce del río Llobregat, la maravilla de sus limos tras los desbordamientos décadas atrás, las bondades de los vientos según su caprichosa dirección, la fertilidad de un delta privilegiado, la implacable ira de la meteorología, el esfuerzo de minimizar el espacio entre recolección y degustación. Magnífico el equilibrio entre los experimentados hombres de campo, curtidos  a pie del huerto; y los jóvenes investigadores, experimentando en taburete de laboratorio. Juntos han logrado eliminar la química y aliarse con la naturaleza, con los benefactores insectos que devoran plagas perniciosas; con las florales plantas aromáticas y las variedades de gramíneas que sirven de refugio invernal a una multitud de soldados voladores que protegen el proyecto Arborétum: la recuperación de 62 variedades tradicionales de árboles frutales que desaparecieron de estos campos y que, gracias a un hercúleo esfuerzo del campo y del laboratorio, vuelven a florecer y a procrear.

Tengo en la nevera un excelso romesco casero que sobró del fin de semana. Una huérfana morcilla andaluza de cebolla a la que arranco obscenamente la piel, la troceo burdamente, me llevo al gaznate un pecaminoso trozo crudo y lo empujo con el alcohólico zumo de uva murciana. Salteo a fuego vivo el resto del negro fiambre y lo reservo. Pongo mi sartén favorita a humear y los hermosos calamares se contraen al contacto con el hierro y el aceite. Todo al plato, hago las últimas fotos y me voy a comer al sol de la terraza.





A vuestra salud y a la salud del multitudinario grupo de cocineros que nos agasajaron al final de la visita, bajo la sombra de un mastodóntico pino centenario y al calorcito de un recién estrenado Lorenzo primaveral, con las mejores tapas de sus locales, con la alcachofa Prat de protagonista y con una voluntad de divulgar las virtudes culinarias de este humilde producto digna de admiración, por el horario – al dejar de atender personalmente sus respectivos fogones -; así como por la logística – nunca es fácil cocinar y servir al aire libre -. Como colofón, un culín del maravilloso licor de cereza que el valiente y currante maestro de los fogones de El Racó de Sant Climent, Gèrard Solís, acaba de sacar al mercado. Me enseña también, orgulloso él y gratamente sorprendido yo, las adaptaciones al inglés y al alemán de su libro: Locos por las cerezas.
Bravo, bravísimo a todos, camaradas.

Animo a la organización desde aquí, a que la magnífica divulgación de producto que hemos recibido, así como el concepto de acercamiento entre campo-payés-consumidor, se lleve también al ámbito de la educación infantil. Desde Gastromimix siempre defendemos la cultura gastronómica más allá de los recetarios. Debemos conocer nuestras raíces y orígenes para entender nuestra cocina tradicional y la de vanguardia. Existen lugares como la Masía Can Comas y suficientes herramientas en las Instituciones Públicas para lograr que los chavales sepan que de cada alcachofera sólo salen tres o cuatro tesoros, dos veces al año, si el tiempo acompaña; y sobre todo, que es de color verde por fuera, blanquecina por dentro y crece a 15 minutos de distancia de Barcelona; que no es amarilla, que no flota en agua acidulada y que no crece dentro de una lata o en un tarro de cristal. Ah! y lo que se come es una inflorescencia.

www.diba.es/parcsn/parcagrari  -  Marc Delgado i Casanova
www.turismebaixllobregat.com  -  Noemí Matínez, Noemí Lozano y Esther Orriols

martes, marzo 22

Terraza del Sandor, a la salud de Oriol Regás

Hoy tengo que recoger un paquete en correos, La mesa moderna, el recopilatorio de las cartas “sobre el comedor y la cocina” entre el Doctor Thebussem y un Cocinero de Su Majestad, que se publicó en Madrid en 1888. El libro que llega a mis manos es una edición facsímil de 2.000 ejemplares que editó Parsifal Ediciones en 1997. Es fácil encontrar en el mercado actual diferentes ediciones en facsímil, de éste y otros títulos, cuyas ediciones originales son rarezas difíciles de encontrar y costosas de adquirir.

Leo en facebook, gracias a una amiga publicista con sede en Tuset Street, que ha muerto Oriol Regás, toda una institución en la Barcelona nocturna y cultural. Boccacio y su gauche divine me pillan a década y media de distancia. Mientras espero en la cola de la sucursal de correos recibo la llamada de un cliente.

- ¿Nos vemos en una hora?
- Perfecto, ¿dónde?
- En la terraza del Sandor, en Francesc Macià.

Buena propuesta cuando se trata de ver y ser visto. La terraza “Martini” del Sandor es toda una institución barística de la zona alta de Barcelona. Una casual similitud con los locales nocturnos de Regás. Me adelanto a la hora de la cita con la extraña voluntad de tomar algo en su emblemática terraza. Más para ver que para que me vean, aunque si he de ser sincero, no paso desapercibido entre la fauna que ocupa las apretujadísimas mesas con mantel y sillas con cojín, ambas piezas textiles conjuntadas en azul-marino-americana-de-comunión. He salido con prisa y sin compromisos de gala así que, en tan burguesa plaza, luzco unos tejanos que deseaban ir a la lavadora, una primaveral pero gris cazadora con un botón arrancado y otro colgando, gorra inglesa, gafas de miope conductor nocturno y una barba de náufrago con más de un mes de antigüedad.

Me acomodo en la más central de las mesas, delante de la puerta, con la maruja intención de no perderme nada, mi cabeza va de lado a lado, como viendo una final en la pista central del trofeo Conde de Godó. El camarero de chaquetilla blanca nuclear se me acerca con mirada escrutadora, voz solemne y pensamiento de “que hace esto en mi terraza”. No me amedranto y le pregunto por una Martin Miller’s. Su cara intenta recordar qué aristocrático cliente responde a ese nombre y la mía replica rápidamente con una Hendrick’s. Esa sí.

Qué lujazo vespertino, una bandeja para mí sólo! Botella de tónica, cubitera con hielo y pinzas, copa balón, la correspondiente rodaja de fragante pepino, la negra botella de gin y el ticket que, muy discretamente, el camarero desliza bajo el negro cenicero. Yo, muy dignamente, ni siquiera lo toco, es más, lo ignoro con el mentón ligeramente elevado y la mirada perdida al horizonte urbano. Juro que es la primera vez que tomo algo en la terraza del Sandor.

He leído y escuchado historias del legendario local, incluso hace poco aparecía una reseña en La Vanguardia cuestionando su supuesta adaptación a la normativa vigente respecto a la utilización de vía pública. He pasado mil veces por delante, a pie, en bici, en bus, en taxi, en moto y en coche, pero jamás se me hubiera ocurrido sentarme en su terraza y, mucho menos tomarme un gin-tonic! Pero ya puesto, mejor relajarse en una ya anochecida tarde y disfrutar del susurro de sus crónicas burguesas, así, como quien no quiere la cosa.

Como a mí ya me han visto de sobra, ahora toca darme un disfrutón vouyerista. Sentado unas mesas a mi izquierda aparece un jeta que arrancó (y arranca) carcajadas y que creó escuela de personajes frikis, Javier Cárdenas. No, ninguna de sus dos bellas acompañantes era la Prendes, ¿o si?. A mi derecha, dos señoras que a buen seguro son primas hermanas de la condesa de Romanones, no sé si por lo nobiliario pero sí por los estilosos peinados de época y los discretos pedruscos elegantemente conjuntados en índices, anulares, lóbulos y pechera. Más allá, encuentro toda una colección de orondos trajes de temporada, clásicas corbatas, plateadas sienes y calvas ultravioleta. En las mesas colindantes, juntos pero no revueltos, unas bellas señoritas cubiertas con telas y complementos comprados a la vuelta de la esquina, bajo la atenta mirada de Pau Casals.

Al rato, un moderno, bello y maduro señor junto a una moderna, bella y madura señora se paran a saludar a otro hombre sentado frente a mi. ¿De qué me suena el moderno, bello y maduro señor? Presentador, conseller, crítico de algo, ex-futbolista, tertuliano… Hostias! Agustín Elbaile, mi disco duro de la época de publicitario no está tan oxidado. El no se acuerda de mi, yo sí de él, al fin y al cabo le entregamos un premio en una de nuestras fiestas estudiantiles de agencias publicitarias… qué tiempos aquellos…  

Y claro, de casta le viene al galgo y en esta terraza no faltan los cachorros con pedigrí. Ellas lujuriosamente divinas, ellos divinamente desaliñados. Ellos a lomos de una scooter tuneada y personalizada, ellas con cascos de mucha marca y poca protección (para la cabeza, que no para su alisado L’Oreal).

Llega mi cliente. Se excusa por su retraso aún siendo extremadamente puntual. Deduzco que es porque no le cuadra que mi gin-tonic esté ya a la mitad. Se pide uno y el camarero le ofrece Hendrick’s, Seagram’s, Tanqueray, Bombay o Sapphire. Lección aprendida, buen camarero. Yo no he entonado ningún cántico de hooligan inglés y mi acompañante viene elegante, vive en el barrio, charlamos de puros, de cocina y de libros antiguos. Al camarero se le nota ahora más tranquilo.

¿Has visto a José Luís Núñez? no! ¿dónde? en la mesa de ahí. Cáspita! (no me sale ser grosero en estos parajes), me lo perdí por explicar la historia de los puros Cuaba que compramos de contrabando a unas esculturales mulatas del Tropicana y que fumé con mi amigo Natxo en el aeropuerto José Martí, allá en el 98...

Ahora salen, de pasar la tarde en las mesas interiores del Sandor, unos abrigos de telas voluptuosas y jerséis de cuello vuelto, de esos que no dejan pelotillas jamás de los jamases, llevan cara de té y galletitas. Tras ellas, desfilan unos bigotes rasurados y canos, pajarita uno y bastón de pomo anacarado otro, su blancas sonrisas exhalan Dartigalongue. Intento que la conversación sea amena y fluida con mi cliente pero mis cervicales empiezan a resentirse con tantas idas y venidas, con tanta gente bella desfilando, con tanto perfume de habano y Chanel, con tanta laca y gomina, con tanta perra (bulldog inglés color canela que acaba de cruzar por delante y que es mi perdición) de inmaculado pedigrí.

Y hablando de pelajes, me cuentan sotto voce que en las mañanas de hace no tantos años, desayunaban elegantes y traviesas señoritas que, según la posición del cruasán en su correspondiente platillo, comunicaban discretamente su predisposición a un desayuno más contundente y libertino. Muy apropiado y creativo lo de la cornamenta del cruasán mirando a Cuenca. Miro de reojo la artística composición de mi Thebussem junto al servilletero Martini, por aquello del mensaje subliminal, y por un momento fantaseo con la posibilidad de que dicha señal provoque a alguna marquesa, encaprichada de mi vagabundo aspecto, a lucir a escondidas su última adquisición de Dita Von Teese, comprada por Internet y abonada con la Amex de su ejecutivo esposo.

Parafraseando a Leopoldo Pomés: "qué bien se está aquí sin hacer nada. Esta terraza es una delicia, está llena de gente guapa". Y sí, la Hendrick’s con pepino está riquísima pero la pomada de Xoriguer también, o más! Es hora de pagar. Descubro dos papelitos bajo el negro cenicero. Hábil, muy hábil este camarero, no me percaté del segundo ticket. Maldito gin-tonic vespertino y en ayunas. Como no me gusta esperar a la hora de pagar, me levanto y voy adentro. El camarero se me acerca a paso ligero y me cobra a pie de barra, me percato de mi rebeldía y le dejo una buena propina. Me despido del cliente, guardo a mi Thebussem en el cofre de mi scooter “carrocería y decoración de fábrica”, cambio la gorra inglesa por un rayadísimo casco integral y conduzco Diagonal “abajo”, dirección Sagrada Familia.

Oriol Regàs empieza sus memorias, Los años divinos (Ediciones Destino, 2010), con esta cita del Decameron de Giovanni Boccaccio: "Mejor es hacer algo y arrepentirse que arrepentirse de no haberlo hecho". Yo no me arrepiento en absoluto de mi banal aventura de esta tarde, de lo que sí estoy seguro es que me hubiera arrepentido de no haberlo hecho.

Aún así, a lomos de mi vieja scooter, voy recordando otras terrazas y barras con cierta melancolía. Sin dudarlo ni un segundo, me quedo con los cafés de viejas tertulias intelectualoides, con las bodegas de barrio, con las terrazas de vermut cerca de un parque o a pie de la Catedral, con los chiringuitos de playa (que no de guiris), con los apretujones en La Latina o en Lo Viejo de Donosti, con las ahumadas tabernas de montaña, con las barras de currantes en los mercados, con las tascas de mesas marmóreas y veterano dominó, con los taburetes incómodos del Gótico, con las fondas de desayuno y tenedor, con las masías de huevos frescos y embutidos de matanza, con el shawarma de la calle Escudellers, con el bocata de calamares en Atocha, con las mesas macizas y pringosas de sidra, con los vinos y platillos de Miguel en el antiguo barrio judío.

Ya en casa, consulto mi librería en busca de un par de ejemplares que hablen de cafés y bares con historia. Para mi sorpresa, encuentro el doble:

- Cafetines con pedrigrí, de Anselmo J. García Curado. Editado por Zendrera Zariquiey en 1ª edición junio 1999. Un paseo por más de 50 cafés de Europa y América Latina. De la contraportada: según el escritor Joan Barril: "El café es la certificación notarial de que los próximos cinco minutos van a valer la pena"

- La ciutat dels cafès. Barcelona 1750-1880, de Paco Villar. Editado por La Campana y el Ajuntament de Barcelona en 1ª edición diciembre 2008.  De la contraportada: un viaje apasionante por una época en la que la vida pública, y también la sumergida, transcurría en los cafés y en los primeros restaurantes.

- Cerveza y cervecerías del antiguo Madrid, de Pilar Corella Suárez. Ediciones La Librería en 2ª edición de 2008. Pequeña historia de la cerveza, su producción, venta y consumo en los lugares de mayor tradición. Las fábricas más famosas de la época y su historia.

- Bares, tascas y tabernas de Madrid, de Jesús Díez de Palma. Ediciones La Librería en 4ª edición de 2008. Cómico y satírico diccionario "imprescindible para hacer la visita de cuantos bares, tascas y tabernas se hallan en la Villa y Corte de Madrid, [...] indispensable para el viaxero, así como para el buen entendimiento entre las personas de buena voluntad".

miércoles, marzo 16

La Cocina en su Tinta, Café Gijón

Vacaciones repentinas. 
Zaragoza.  Del Embalse de la Tranquera a la Laguna de Gallocanta, viento de frente y almuerzo valiente.  Visita a la muy ilustre ciudad de Daroca, encantada, medieval y rústica.  Carretera y música, poco a poco llegada a destino:  a Munébrega por Olvés.  Estufa de leña, cena suave, tertulia y al catre.
Amanece con buen cielo, despejado y soleado, sin viento, agradable temperatura.  Viaje relámpago a Madrid.  Almuerzo de camino en Guadalajara: adobo de costilla y lomo, pan de pueblo y huevos de corral.  De cuchillo y tenedor.   
Alcalá de Henares y llegada a Madrid a media mañana, directos a Recoletos, a la Biblioteca Nacional. 

Exposición “La Cocina en su tinta”: del 22 de diciembre de 2010 al 13 de marzo de 2011.
Ya se sabe que a grandes espectativas, grandes son las decepciones.  En esta ocasión sabía lo que me podía esperar.  La Biblioteca Nacional me pareció monumental, y por un segundo imaginé a Doménech departiendo con Bardají cien años atrás.  Control en la puerta y confiscada mi albaceteña del pan, la de la longaniza, no fuera que deteriorase algún ejemplar.  Antes de entrar me agencio un catálogo, previo pago claro.  Podía haberlo adquirido hace mucho pero soy así de caprichoso y lo quería de allí mismo.  Adelante, ya estamos dentro, hacemos una foto nada más entrar a un texto escrito en la pared.  ¿Será esto del graffiti la tinta de cocina?  Me advierten: prohibido hacer fotos.  Me contengo.


Los mostradores de libros son sepulcros alicatados, junto a sensores y alarmas descansan incunables asombrosos.  Algunos utensilios de cocina, cachivaches, publicidad de época.  Poco a poco voy recorriendo la historia de la alimentación a través de las letras.  Me falta información, a los libros tan solo les acompaña una minúscula reseña con el título, autor y fecha.  Me parece escueto, rancio, incompleto.  ¿Para quién se escribió ese libro? ¿En qué contexto? ¿Quién lo editó? ¿Existen más ejemplares? ¿Qué importancia tiene ese libro? ¿Quién escribe el prólogo? ¿Qué significó su publicación? 
El centenar de obras expuestas me atrapan y encandilan con su belleza.  No todo son libros, claro.  Y no todo me gusta: se presenta la gastronomía como una evolución en línea ascendente que lleva a la vanguardia actual practicamente ignorando que las vanguardias se suceden en la historia para devenir influyentes y decisorias en el mejor de los casos o permanecer ignoradas por siempre.  En el fondo no entiendo que hacía allí el Rotaval o las chaquetillas de cocina de unos cocineros catalanes de Sant Fruitós i de Olot (mascle i famella).  Pero vamos a los libros: quisiera poder pasar sus páginas, olerlos y acariciarles el lomo, tenerlos por un instante y ellos allí, encerrados, abiertos o cerrados, acostados, impertérritos, viendo pasar el tiempo.  Eso mismo, algunos de los libros allí expuestos todavía no han visto pasar el tiempo, no deberían estar allí.  Estos libros se pueden leer en FNAC o en el “Corte Inglés”, incluso comprar y además, se pueden tocar.
Un pequeño repaso: 
Grandes libros y autores del pasado.  Los más conocidos: Arte Cisoria de Villena (1423), Lo Llibre del Sent Soví (s.XIV), Nuevo Arte de Cocina de Juan Altamiras (1758), Libro el Arte de Cozina de Diego Granado “alias el copión” (1599), Arte de Cozina de Martínez Montiño (1611), Arte de Repostería de Juan de la Mata (1747) y Lo Llibre del Coch de Nola (1520).
Del siglo XIX está La Cuynera catalana, un anónimo en catalán pre-Pompeu de enorme interés y el desconcertante Libro de Cocina de Jules Gouffé (1885).  Del Doctor Thebussem luce La Mesa Moderna (1888) y de Ángel Muro, incomprensiblemente, el Diccionario General de Cocina (1892), dejando de lado por ejemplo, el entrañable Almanaque de Conferencias Culinarias para 1982 (1981).  Otros libros que pudieron ser y fueron pero no estuvieron son: Manual del Cocinero de Mariano de Rementeria y Fica (1831), Los Placeres de la Mesa de Berchoux (1830) o El cocinero Europeo de Julio Breteuil por cita alguno.
Siglo XX.  Entre otros autores figuran Julio Camba, Grande Covián, Pardo Bazán, Puga y Parga, Ignacio Doménech, Carmen de Burgos y Rondissoni.  No entiendo las obras escogidas para Doménech habiendo tanto por escogr.  Ni por su calidad ni por su repercusión.  ¿Por qué se quedaron fuera Cocina Elegante, Cocina Vasca, la Teca o Àpats?  Que  la obra maestra de Rondissoni Culinaria (1945) o la revista Menage se queden fuera de la exposición en beneficio de Clases de Cuina Popular 1924-1925 (de venta en cualquier mercadillo) me parece feo, poco menos que desprecio al visitante.  Las sonoras ausencias de la Marquesa de Parabere o Teodoro Bardají, junto a las de los Jaime Sabat, Sarrau, Juan Marqués, Luján, Xavier Domingo, Joan Perucho y tantos y tantos otros me dejan mal sabor de boca.
Y para el capítulo de actualidad, de venta en los puntos habitales, ya ni me sorprende la abrumadora presencia de los Adrià, que ganan por goleada  a la escueta representación de Santi Santamaria.  Nada del visionario Sánchez Romera frente a los aclamados Dacosta, Aduriz y Berasateguis.  Michel Guérard sí, pero ni rastro de Paul Bocuse, Ducasse, Robuchon, Brass o el catársico Pierre Gagnaire. Muchos de ellos libros fundametales para entender cómo hemos  llegado hasta aquí. ¿Sería extenderme demasiado si además de incluir libros de cocina listase los de antropología de la alimentación, ensayo, filosofía, química o botánica? ¿Y las guías?  No me digan que la Guía Roja no merecía un hueco en los aparadores, vamos hombre.

Acabose la exposición y a comer por Recoletos.  En uno de los no pocos establecimientos que hay en la zona, una marisquería de amplios espacios, justo lo que buscamos.  Algo para picar y un arroz cremoso limpio.  Un excelente pulpo a la brasa, calamares fritos, croquetas del chef (de pescado y más tontas que el Luisma de la tele) y para terminar un arroz deleznable.  ¿Por qué será tan dificil encontrar un buen arroz en los restaurantes normales?  Ni postre ni café, a-paga y vámonos.  Paseo por el parque del Buen Retiro y al Café Gijón a merendar, a desvirtualizar a Caracol Picante.  Un blanco y negro, leche merengada con café, hizo delicias en el paladar, lo prometo.  Anibal y Marc se hicieron los dueños del suelo de local, los camareros sorteaban niños estirados, revolcados, perseguidos y juguetones.  Un carajillo, de brandy flameado, café de puchero, con granos y limón.  ¡Qué horror! Que ara guillo  Si las tertulias de antaño fueron de escritores hoy son de blogueros y así avanzó la tarde.  Finalmente apareció Foie de rana y recordamos al defenestrado Antigourmet.  ¿Recuerdan?  Ese que decía que Adrià era el Anticristo y Arola su Ángel de la Guarda.

sábado, marzo 12

Afilar cuchillos

Hace unos años Javier, buen amigo y mejor osteópata, me preguntó por mis aficiones mientras trajinaba con cervicales, nervios ciáticos y contracturas cocineriles. Mi respuesta fue tajante, todo lo tajante que podía sonar mi cuerpo boca abajo con un tío presionando su codo entre mi nuca y el omoplato: los libros de cocina. Y si son viejos, mejor. Ah! ah! (una de dolor y otra de adición), y afilar los cuchillos con mi piedra de agua.

Los amigos no suelen entender que uno, siendo cocinero y trabajando muchas horas en los fogones, se encierre luego con libros de gastronomía o que pase muchas horas de sus días libres cocinando. Tampoco logran creen que uno se aísla del mundo afilando cuchillos concienzudamente, pasando las horas sumido en pura abstracción, equilibrio de la balanza, relajación total.

Ya no resuena como antes el “tiruriruri-riruriruti” del afilador, oficio y sonido en vías de extinción. Trotando con su vieja Mobilette “tuneada”, todavía aparece el afilador en la puerta trasera de afamados restaurantes de la Ciudad Condal, para mantener en forma a esos veteranos cuchillos templados en Albacete o Logroño; o para domesticar los últimos filos orientales de cocineros noveles e incautos.

Desde hace unos años están apareciendo en el mercado diferentes artilugios para mantener el filo de los cuchillos en mejor que peor estado, que no para afilar. Algunos aparatejos más simples, otros más complejos, pero que casi han hecho olvidar la función artesana y casi circense de la chaira. Esa familiar imagen del matarife, la terrorífica figura de Leatherface, el malabarismo del lanzador de cuchillos, o incluso la truculenta historia de César Lombroso.

Siempre me ha gustado cuidar los cuchillos. Desde la pequeña puntilla, pasando por el flexible jamonero, el curvado torneador de alcachofas, la potente hacha para quebrar huesos, el hábil fileteador de pescado, el dentudo del pan (juro que he visto a algún cafre llevarlo a afilar!), el trinchante todo terreno, hasta el enorme cebollero que, curiosamente, era el apellido de mi abuela y es el segundo de mi madre. Los tengo pesados, firmes y patrios; espartanos, fríos y germanos; ligeros, bellos y japoneses; incluso los tuve blandos cual plastinina, comprados en tiendas orientales o regalados por sucursales bancarias que, por supuesto, acabaron en el chatarrero.

Y hablando de familia, tengo grabada en la memoria la imagen de mi abuelo paterno, granaíno de Ventas de Huelma, que tras media vida en Barcelona. seguía utilizando una afiladísima navaja con mango de nácar para pelar la fruta o zamparse un trozo de tocino fresco cortándolo directamente sobre un chusco de pan que sostenía en la mano. Aquella navaja era intocable, era respeto, era tradición.

Mi madre ponía el grito en el cielo tras mis sesiones de afilado, ¿por qué?, porque se encontraba en la nevera un tomate más digno para el desayuno de Frankenstein o de Chucky que de lucir en ensalada. La piel de esos sufridos tomates siempre ha sido mi más fiel referencia para saber cuando tengo el filo del cuchillo a mi gusto. Sujeto el extremo del mango del cuchillo entre el dedo pulgar y el índice, lo paso suavemente por encima del tomate, si raja la piel está listo para trabajar, de lo contrario seguiré acariciando el acero contra la parte rugosa de la piedra de agua.

Llevo unas semanas mimando a mis fieles compañeros y destrozando unos cuantos tomates que luego lavo, rallo y utilizo para prepararme un pà amb tomàquet o para el sofrito de unos fideos a la cazuela. Y no los estoy afilando precisamente porque tenga previstas sesiones inacabables de misse en place o servicios infernales con cientos de comensales. No.

Necesito, como le decía a mi querido “arregla-vértebras”, abstraerme, equilibrar una balanza que se empeña en caer del lado de los mediocres, del lado de potentados analfabetos de la cocina, del lado de cuentas en números rojos, del lado de falsas sonrisas condescendientes, del lado de cuentistas del pagaré, del lado del poder industrial frente al pequeño productor, del lado de equilibristas antisistema con teléfono directo al Ayuntamiento de turno, del lado de buitres borrachos en taburete que pretenden ponerse tras mi barra, del lado de clientes del apúntamelo que mañana te pago, del lado de catadores que no distinguen un rojo corazón helado de una maravilla rubí de cremosa frambuesa, del lado del “periodista” esterificado- maleducado-liofilizado-lameculos, del lado de los esnobismos gastronómicos de mucho empaque y poca chicha, del lado de aulladores empresarios que no valoran un trabajo porque no lo han pagado, del lado de la televisión que promueve seres incultos y garrulos pero mediáticos, del lado de la publicación de libros basura, del lado de los falsificadores de sabores y sentimientos, del lado de los que ofenden a la cocina y a sus obreros.

Contradictoriamente, no hay más peligro para la integridad física de un cocinero, sobre todo de sus dedos, que un cuchillo mal afilado, que no corte. Porque un corte limpio cicatriza rápidamente, pero a la carne desgarrada no la salva la mercromina y la tirita. Así pues, una de las mejores inversiones que puede hacer un cocinero es gastar un generoso dinerillo en cuchillos de calidad y en una buena piedra de afilar. Como bien expresa Roberto respecto a las cazuelas para un montepío, lo mismo deberíamos aplicar a nuestros mimados cuchillos, deberían ser parte de la herencia, libres de impuestos sucesorios, por supuesto!

Por si acaso, descansa en nuestra biblioteca el manual del siglo XVIII de Don Henrique de Aragón, marqués de Villena, el Arte Cisoria “ó tratado del arte del cortar del cuchillo”. Porque no sabemos con certeza cuando vamos a tener que lanzarnos a degollar, moler, racionar, desollar, dislocar, cercenar, tornear, quebrar, filetear, rajar, clavar, picar, rebanar, guillotinar, amputar, capar, desmembrar, sesgar, seccionar, trinchar…

jueves, marzo 3

Josep Lladonosa i Giró (II)

Tras la primera entrega de nuestra intensa tarde con Josep Lladonosa, os presentamos las 10 preguntas y respuestas que realizamos de manera más tradicional.

ENTREVISTA A JOSEP LLADONOSA I GIRÓ

¿El plato más memorable del que haya disfrutado?¿Dónde lo comió?

Me he llevado muchos desengaños. Recuerdo como tremendamente memorable una “cua de bou” en un pequeño restaurante de menú en Lleida. Además, aquella cocina la llevaba una cocinera. Aún así, al cabo de unas semanas quise repetir y fue de lo peor!
Recuerdo también un espectacular arroz negro que, curiosamente, comí en Granada y fue maravilloso porque, además de buena materia prima, estaba cocinado en una paella muy plana.

Biblioteca Gastromimix
¿El libro más preciado de su biblioteca y porqué?

Por mi relación con la cocina francesa y sus cocineros, La guía culinaria de Escoffier y el Larousse.

¿Dónde acude a documentarse para escribir sus libros? ¿Algún libro imprescindible de la gastronomía española?

Principalmente archivos y bibliotecas. Respecto a libros imprescindibles, no hay muchos (se lo piensa mucho) y hablar los míos quedaría mal (risas), recomiendo “Las cocinas de España” (Madrid, 1990) escrito por Luís Irizar y Manuel Martínez Llopis.

¿Quiénes fueron sus maestros?

Además de Escoffier, que lo considero el maestro de maestros, recuerdo sin dudar a  Josep Oliver, Enric Carner, Josep Algaró y Valentí Lucapini. De hecho, en el año 2000 publiqué el libro “La cuina de dos grans mestres”, donde rememoro las figuras de Auguste Escoffier y de Ignasi Domènech.

¿Qué hay de las mujeres?

Siempre he respaldado el papel de la mujer en la cocina.

¿Cuáles son para usted las características de un buen cocinero?

Honestidad, modestia, dignidad y un sentido moral muy acentuado. Que nunca dejen sus propios fogones, su negocio en manos de otros; uno de los paradigmas del buen hacer en la cocina y en su Restaurante Reno fue Josep Julià.

Las nuevas hornadas de cocineros: saben cocinar al vacío, esferificar, saben usar gelificantes y alginatos, saben deconstruir y construir pero, ¿saben de raíces? ¿conocen a Bazán, Muro, Thebussem, Sarrau, Luján, Perucho, Pla, al mismísimo Manuel Vázquez Montalbán más allá de Pepe Carvalho?

Aquí podríais hacer la prueba que les hice en Francia a los alumnos de una escuela de cocina. Después de demostrarles en una conferencia que los ejemplares franceses no eran los primeros libros escritos de cocina, les enseñé una diapositiva de Escoffier. Se quedaron mudos y sin saber responder quien era aquel personaje de la pantalla. Uno de sus profesores saltó inmediatamente al estrado para enmendar aquel entuerto.

Los alumnos de las escuelas no deberían dejarse cegar por lo mediático de ningún cocinero actual. Es una ardua tarea la de divulgar conocimientos más allá de los recetarios y de lo mediático de los encuentros gastronómicos.

Además, no deberían aspirar sólo a realizar prácticas en restaurantes de estrella, necesitan saber que en restaurantes modestos se aprende mucho más de la realidad y de lo sacrificado de este negocio.

Los libros de historia gastronómica como los de Manuel Martínez Llopis, Lorenzo Millo, Lorenzo Díaz, Felipe Fernández-Armesto, Faustino Cordón… y los nuevos libros de cocina que se publican hoy en día ¿Hemos ganado en cantidad y hemos sacrificado la calidad?

La gente busca sólo las recetas cortas y rápidas. En mis libros las recetas son más largas de lo normal, incluso las sencillas, porque procuro redactarla de modo que sean verdaderas, útiles y prácticas para quien las lea y las quiera ejecutar. Adjunto desde siempre glosarios de términos profesionales para un mejor entendimiento.

Aún así, tengo tres libros acabados y sin editar. Hemos pasado del secretismo a la sobresaturación de contenidos de calidad cuestionable.

Llorenç Torrado, en el prólogo del libro “Llibre de la cuina catalana” de Ferran Agulló, describe la cocina de Ignasi Doménech como barroca y ecléctica; la de Josep Rondissoni de internacional, siendo sobretodo ambas las elegidas por las mujeres de la burguesía barcelonesa. En cambio, de Ferran Agulló comenta que defiende una cocina sencilla, natural, nacionalista, popular. Se interesa por platos descuidados en otros recetarios y los relaciona con aspectos del folklore catalán.
¿Cómo se ve a sí mismo Josep Lladonosa?

Soy un autodidacta que viene del terruño, como casi toda esa generación. Un currante que se buscó “les garrofes” aquí y en el extranjero, y al que nadie le ha regalado nunca nada. He intentado, con mis libros y mi trabajo, devolver a la cocina catalana un esplendor que se había oscurecido y ocultado durante mucho tiempo. 

¿Un deseo?

Que nuestro gremio estuviese más unido, que se defienda más el trabajo en equipo y menos el afán de protagonismo. Que se alejen de lo mediático y se acerquen más a lo popular.
Que no caiga de nuevo en el olvido la cocina tradicional catalana.