domingo, agosto 24

Manual de Montaje de Restaurantes

Tres de cada diez restaurantes fracasan en su primer año de operación, tres más cierran al segundo año y de los que siguen en operación al tercer año, sólo dos cumplirán la década”.

Estas son palabras del profesor Chris Muller, investigador de la Escuela de Administración Turística de la Universidad de Cornell, en los Estados Unidos.

Curiosamente, un servidor las lee tras unos sabrosos meses donde he tenido la fortuna de sentarme a la mesa, entre otros, de elbarrio restaurante, que lleva casi tres años ya en Bogotá; y de un veterano que acaba de cumplir su octavo aniversario y del que hablaré próximamente o, mejor dicho, volveré a escribir: 80 sillas. A ambos les deseo buena gestión y larga vida en este riesgoso negocio que es la restauración.

Tan rotunda aseveración de Muller aparece en la presentación del libro Manual de Montaje de Restaurantes. Ejemplar que sigue engrosando las estanterías de la Biblioteca Gastromimix y que llega a mis manos por generosa cortesía de Marcelino Arango, gerente general de Axioma Comunicaciones. Libro breve y concreto en su contenido, si se me permite llamar brevedad a 146 páginas, para un tema tan vital como el éxito o el fracaso de un negocio. Utilísimas 146 páginas salpicadas con comentarios de dos pesos pesados de la restauración colombiana, Harry Sasson y Jaime Escobar.


Páginas que provocan y obligan a descubrir la amplitud de disciplinas que uno debe tener en cuenta si quiere meterse en estos berenjenales empresariales: mercadeo, ingeniería, finanzas, localización, planificación, inversión, diseño, competencia, cocina, estrategia, marcos legales, higiene, decoración, licencias, proveedores, contratación, publicidad, internet, etc.

“El Manual de Montaje de Restaurantes de La Barra es un libro paso a paso para ayudarlo a introducirse en el mundo gastronómico, encontrará desde consejos para desarrollar la idea de su restaurante hasta detalles en la contratación del personal. Hemos pensado este Manual para el funcionamiento de un restaurante de formato tradicional, queremos que sea una ayuda, pero no una camisa de fuerza; queremos que sea el inicio para desarrollar proyectos innovadores que impulsen el crecimiento de nuestro sector.”
Otro títulos que se incluyen en la Biblioteca Gastromimix y que sugerimos:

La gran aventura de montar un restaurante. Enrique Becerra, Editorial Almuzara, Córdoba 2006.

El restaurante. Santi Santamaria, Editorial Everest, León 2005.

El secreto de un restaurante magnético. Roberto Brisciani, Edita La Revista de Pizza & Restauración Italiana, 2009

Teoría del Catering. Ronald Kinton, Victor Ceserani y David Foskett. Editorial Acribia, Zaragoza, 1ª edición publicada en español de 1995.

Fundamentos de la teoría y práctica del catering. Eunice Taylor y Jerry Taylor. Editorial Acribia, Zaragoza 2007.

miércoles, agosto 20

Ugly American. Bar & Grill

Que se mueran los feos. Es el título de la película protagonizada por Javier Cámara que me vino a la cabeza cuando supe del Ugly American Bar & Grill. Pensamiento que se confirmó cuando crucé su puerta de la carrera 9ª con calle 81 y me adentré en sus entrañas. De feo nada sino todo lo contrario. En un instante declaré mi amor incondicional por el atrevimiento del piso, por la valiente apuesta de su gran barra, por esos muebles de anticuario y aquellas lámparas vintage. En definitiva, por ese aire de clandestinidad que siempre dan los sótanos, por la mimada decoración y por el liderazgo de profesionales. Profesionales de los de verdad.

La decoración corre de la mano de Santiago Muñoz. Para gozar de sus mesas y de su espectacular barra dos grandes fenómenos: a los fogones les corresponde el mérito de Daniel Kaplan y el sentirse como en el salón de casa es culpa de Santiago Arango.

En mi primera visita, y tras la recomendación de Santiago, nos ubicamos en la imponente barra. Absolutamente recomendada para almorzar en pareja, ya sea por placer o por negocios, y diseñada para hacer lo mismo en solitario. Acomodada con ganchos para colgar morral, maletín ejecutivo o bolso trendy, y equipada con enchufes para recargar aifons, esmarfons, emputadores y demás adictiva tecnología de supervivencia.

Insisto en la barra. También como lugar privilegiado para gozar en primera fila del arte de la coctelería y mixología, de la mano de un equipo de profesionales liderados y formados por el mismísimo Eben Klemm. Servicio  a la vista del cliente con un carril de coctelería que se alarga por metros y metros.

Siempre defiendo, y mucho, en la necesaria aunque costosa práctica de la preapertura, donde la empresa invierte en la formación de los empleados y en el rodaje de la sala y la cocina, con servicio a clientes reales a puerta cerrada. Algo tan necesario y tan poco practicado pero que ahorra enormes disgustos y trágicos errores a partir de la apertura oficial. Muchas veces significa la nada desdeñable diferencia entre volver (y recomendar) o no volver (y criticar). Debería ser asignatura obligada para cualquier empresario del sector restaurador que desee hacer las cosas de manera óptima que no especuladora.

Dos visitas acreditan sobradamente a este restorán para un servidor. La primera como discreto invitado y sincero opinador. La segunda como disfrutón y cicerone de otro tragaldabas catalán que estuvo estos días de vacaciones por Colombia. Así que los platos que a continuación rememoraré no fueron embaulados en una sola sentada, si no que fueron disfrutados dos sesiones diferentes aunque siempre sabrosas y pantagruélicas. Como debe ser la comfort food, la cocina casera sureña americana.

Vayamos al meollo. El Ugly es una taberna gringa (en su acepción más cariñosa y popular), donde se sirve auténtica comida sureña de Estados Unidos con algunos guiños europeos. Un sur que queda bien saboreado con las propuestas de Texas, Mississippi y Nueva Orleans, quedando salpicada la carta con otras zonas como Maine, por ejemplo.

Es de apreciar y valorar el detalle y el esfuerzo de la cocina a la hora de ofrecer al comensal un pequeño aperitivo a cuenta de la casa. En este caso un deliciosísimo pan de maíz en compañía de unas tajadas de jalapeño y de una untuosa y golosa mantequilla de pimentones asados. Los jalapeños habían desaparecido en mi segunda visita, aunque, el siempre atento Kaplan, me sugirió pedirlos aparte al mesero en las próximas comidas. Cosa que igualmente les sugiero a los amantes del picante que se acerquen a las mesas del Ugly.

Me gustó en demasía que la carta incluya unos Snacks – Bar Bites, ideales para abrir el apetito o para disfrutar una tarde after work junto a un coctel o una cerveza de barril. Sí de barril, ya era hora de que en Bogotá disfrutemos de una cerveza “bien tirada”. Bravo por todos los empresarios que sacrifican espacio en sus locales pero nos permiten gozar del trío cerveza-temperatura-espuma.

A destacar los Fried Pickles, pepinillos caseros encurtidos en vinagre dulce, fritos y acompañados de una mayonesa dulce. Un vicio de empezar y no parar. De impecable ejecución el Chicken Liver Paté. El mágico y violento sabor de los hígados, en este caso de pollo, elaborados en alquimia perfecta con bourbon y degustados en un fantástico equilibrio con pepinillos, que cortan al paladar lo grasoso de la víscera, y con mermelada de dátiles que redondean una perfecta golosina. Muy buen pan sourdough que me recordó a mi añorado pan de payés catalán, excelente miga aireada y crujiente costra.

Adictivo a más no poder el Pork Belly Slab, un par de gruesos cortes de tocino cocinados por varias horas y glaseados con salsa oriental. Se repite el equilibrio entre untuosidad salada-dulce.

Ideal para paladares no tan atrevidos y cinturas a dieta, aunque no por ello deja de ser un platillo sensacional, el Artichoke and Spinach Dip, ambas verduras fundidas en una salsa de tres quesos, acompañadas de tostadas de pan para gozar haciendo tu propio montadito o, si el protocolo lo permite, mojar directamente en la cazuelita, saborear el conjunto  y chuparse los dedos elegantemente a escondidas.

Excelsas carnes, que de la sabia y experimentada mano de Daniel Kaplan, son valor añadido y ganador de esta gringa carta. Para los colmillos pusilánimes como los de mi acompañante, es ideal el Steak Frites, lomo de res angus nacional en su versión de 200 gr. o 280 gr. Pero para fanáticos caníbales como un servidor, los bestiales 300 gr del New York Strip, una chata ancha, sin hueso, con su correspondiente grasa que cualquier verdadero gozador de la carne sabrá apreciar como elemento medidor clave de calidad para la exacta, consentida y paciente maduración de la carne.

Si algo me atrevería a añadir es que en la cocina se atrevan a llevar al extremo la reducción de las salsas, en el caso de un servidor, la Bourbon Peppercorn and Mushroom. Esa caramelización y concentración extrema de cualquier demi-glace que se precie sería celestial para una carne que, contradictoriamente, casi no necesitaría ninguna salsa.

Embobado me quedé al descubrir una combinación verdaderamente sureña. Fried Chicken and Waffles. Un analfabeto servidor que pensaba, hasta la fecha, que las waffles solo habían servido para crear las míticas suelas de las zapatillas Nike y solo se servían en su dulce y empalagosa modalidad. Aquí, como en el sur de los USA, se sirven como compañía de un par de presas de pollo apanado y con un tarrito de miel de romero y salsa picante para disfrutar sin prejuicios ni complejos. Generosísimas y completísimas las ensaladas que un servidor, por prescripción facultativa no probó, pero sí vio y constató que mis compadres de mesa las disfrutaron con fruición.

Dejo párrafo aparte el que fue, con diferencia, el plato ganador para un servidor. Aunque tristemente haya sido modificado en la actual carta para mejor placer y aceptación del paladar bogotano. Lo siento por algunos de los lectores pero, paladar clásico y conservador en su mayoría, que a buen seguro ya está cambiando sin llegar a ser, desafortunadamente, la mayoría ganadora. Para mi más absoluta y afortunada gozadera, la versión que probé a puerta cerrada era digna de los mejores bistrós franceses y de las nuevas modernas tabernas catalanas. El Beef Tartare in Marrow, carne de res cruda y cortada a cuchillo, mezclada con mayonesa de tuétano, mostaza, chalota y alcaparras fritas. Con una efectista presentación en su propio hueso. Plato y sabores reales, primitivos, clásicos. Sin yema de huevo cruda, fíjese usted. Pero memorable y goloso, rayando esa lágrima del placer que solo consiguen una veintena de platos a lo largo de la pecadora y sacrificada vida de un canalla gastrónomo que se precie.

Hoy, para mi desconsuelo, se sirve sin el hueso y sin la mayonesa de tuétano. Desde aquí aprovecho para maldecir a las falsas y sensiblonas almas del comer que se sientan a una mesa con mucha educación (o no), pero con muy poca cultura del verdadero arte del condumio y del auténtico placer del goloso abanderado por Grimod de la Reyniere, Manuel Vázquez Montalbán, Curnonsky, J-F. Revel, Santi Santamaria o el Conde de Sert. Desde aquí aprovecho también para alabar la valentía y la férrea voluntad para educar el futuro paladar colombiano de estos dos fenómenos de la restauración bogotana, Daniel Kaplan y Santiago Arango.

Sepan ustedes que, al menos, el susodicho tartar lleva ahora un huevo de codorniz. ¿Crudo o cocido? Vayan al Ugly, pregunten, degusten y "no me jodan".

Los postres, como no podía ser de otra manera, son de todo menos light. Tentadores, pecadores y con ese grado de cargo de conciencia que solo los gringos pueden conseguir (con permiso, faltaría más, de la pastelería francesa). Brutales los tradicionales Beignetes de Nueva Orleans, para mojar en pleno ataque gastroesquizofrénico, ora en cream cheese, ora en chocolate cream. Divertida y sorprendente la Pop Corn Mousse. Si, si, de verdad. Mousse de crispetas (a.k.a. palomitas), crispetas caramelizadas y torta de chocolate agazapada en el fondo.

Definitiva y sinceramente, en el Ugly, te pones guapo.

domingo, agosto 10

Memorias

Primera serie de Recuerdos laborales. Entre los 18 y los 24… o lo que es lo mismo, entre el 88 y el 94. Recuerdo especialmente… muy poco glamour en las cocinas de bares y restaurante de la Ciudad Condal.

Aquellos días tan largos en el bar restaurante Rías de Galicia, entre el bingo Billares y la plaza Tetuán. En una cocina de 12m2 dos personas que pelaban patatas alrededor del cubo de basura moviendo los pies a ritmo de rumba para evitar el entumecimiento. Diez o doce horas diarias a turno partido casi sin moverte del sitio dentro de aquel habitáculo donde debías coordinar tus gestos con los del otro, coreografía esencial. Una ventana hacía de zona de pase de los platos, por debajo del marco tenía una hendidura y por ella asomaba el cebollero del cocinero amenazante frente al virtuoso camarero capaz de que transportar hasta ocho platos escaleras arriba. Por la tarde, al no tener tiempo material de ir a casa para luego regresar al turno de noche me quedaba en la plaza Tetuán, dormitando en un banco, viendo a los niños corretear o charlando con el guarda. Cada día unas pocas tortillas nada más abrir, enormes, de patata, de berenja, de chorizo… bocadillos sin parar, menú económico de mediodía, paellas los jueves y tapas en la noche, alguna cena a la carta, mucha bresa y poco más. Al salir, el 45 nocturno me acerba a casa. Un recorrido que haría en Barcelona en centenares de ocasiones en el futuro. Por que Horta era mi hogar, frente al campo de fútbol, entre la casa de los Sardá y la del señor Gaig.  Nunca me alejé mucho, primero en el Carmelo, en Llobregós, junto a la plaza Pastrana y después en Samaniego, muy cerca, al otro lado de la calle Dante, ya en la Taxonera.
La Góndola, abril 1990
En el Guinardó, en el zulo que tenían por cocina de una brasería de cuyo nombre no quiero acordarme cercana a Virgen de Montserrat, aprendí a no pedir las cosas que podía hacer yo mismo y a memorizar decenas de comandas en un extenuante servicio de comidas, día y noche. Un ex jefe de cocina veterano licenciaba la pica con renuncios imposibles de reproducir aquí. Pensaba que no quería yo acabar así. Él me incitó a superarme y me obligó a aprender. De esta cocina salté a la de otro local de la misma empresa. Una esquina con solera en Meridiana con José Estivill (junto a Navas)  lado montaña. El actual Il Signore. Cocina en primera planta, con vistas al tráfico de la avenida, 10 de mayo de 1988, partido del Barça, no pasaba ni un coche, después fuimos a Canaletes, mi primera Recopa currando. Me rebané el dedo con una lata de tomate mal abierta, un tajo del quince en el índice de la mano derecha en medio del servicio, de un servicio a tope. Valiente ignorante, envolví el dedo con la braga del día y aguanté. En la tarde me regañó el médico y me torturó la enfermera, por zoqute. Y de Navas a Les Corts.

Antes de ir a la escuela de Mey Hofmann, eso ocurrió a los 24, pasé también por las manos de Miguel Rosa, propietario del restaurante La Gárgola y ex oficiante de fogones en los mejores años del Viña Rosa Magi. Tenía mi partida de cuarto frío en la cocina de Miguel, con disciplina militar y cachondeo cuartelario, aquel tipo sabía mandar. Orden, limpieza, entrega y sacrificio pero también recompensas económicas nunca jamás vistas en otra cocina. Nuestro salario se veía incrementado por incentivos de manera que cada comensal que entraba significaba unas pesetillas de más para cada uno de nosotros, eso molaba casi tanto como cuando a final de año repartía beneficios. Una anécdota ocurría el día de la huelga general de 14D 1988. Tenía que ir a trabajar, vino Kiko, el cocinero, a buscarme en moto y me regresó a casa después. A media persiana, con el BNP delante y piquetes en cada esquina se trabajó de lo lindo. En este país los bares no cierran cuando el personal tiene día de asueto, son como las farmacias de guardia, necesarios. No se trata de servicios mínimos, sino máximos. Miguel y Rosa siempre agradecidos ocupan un lugar en mi memoria lleno de respeto y estima. En la última visita a la calle Entenza me anunciaban su retiro, un traspaso a tiempo y a descansar. Corría el mes de enero de 2014. Allí se comía una de las mejores fondues de carne de la ciudad, unas salsas que seducían y los solomillos de cerdo se contaban por centenares. Pulir filetes a diario sin parar hasta adquirir destreza y usar el mismo cuchillo únicamente para cortar patatas, la mejor manera de mantener el filo.

La Perla de Santako
De Les Corts a Gracia y de allí a Santa Coloma de Gramanet.

El maltrato laboral ocurría en el chophouse del señor Gerard Brand, junto al Rosalia de Castro del callejón de Doctor Rizal. Muy cerca del Roig Rubí y del clásico La Rosa del desierto. Mucha carne en canal colgada en la cámara, consomé hecho a la brasa, Sirloin, T-bone, steak tartar, beefsteaks, y suspensiones de sueldo por romper vajilla. Un día sentado en las escaleras de la plaza de Narcís Oller le expresaba al amigo Jaume el deseo de cocinar en los Juegos Olímpicos, era una oportunidad y anhelaba progresar en este mundillo.
Mi finiquito se vio diezmado en La Perla de Santako (Sta. Coloma de Gramanet), muy cerca de La Lluerna. Allí el ruin empresario me escatimó parte de mis honorarios sin que yo pudiese hacer nada salvo recurrir al pataleo. Lo más frecuente era cobrar una parte del sueldo en negro, aquí y en el 90% de los lugares en los que he trabajado, un arma peligrosa. En La Perla el cocinero jefe era un dictador que me tuvo ojeriza desde el primer día, no me dejaba tranquilo ni a la hora de la comida. Muchos años después me lo encontré en las cocinas de la Masía de Esplugues cuando llegué de Mallorca para hacerme cargo de la cocina del Tropical de Gavá. Allí el fuá se hacía en el microondas y yo rondaría los treinta pero eso es otra historia, otro capítulo. Desde Santako acudía a diario a la calle Rosellón, lugar en el que Julio Cayuela me aleccionó como sommelier.

Y de los suburbios al upper Diagonal. En el Gallo Alegre de la calle Ricardo Calvo, entre Mandri y Ganduxer, oficiaba Jesús, un cocinero de Burgos me enseñó que era posible jugar al ajedrez en el tiempo de la comida del personal y mucha cocina catalana. Antonio, un veterano marinero del mar de terranova, ejercía de pinche. Él me aleccionó a base ricas charlas matutinas al son del sol y sombra mañanero y me dejó como legado su vieja navaja marinera de punta redondeada. Los arroces de los domingos y su passage, la comida del colegio de todos los días, el almacén y doña Mari Sampere, vecina ilustre. Una cocina con encanto, en el primer piso, con luz natural y viendo la vida pasar. Zafarrancho los domingos a primera hora, relleno de canelones braseado al horno largo rato, habas a la catalana,  palmitos con mahonesa, patatas inglesas a diario, fricandó y sanfaina a destajo, allí se despachaba auténtica cocina. Hay un camarero pequeñito, risueño y divertido que quería comprarse un scooter chopper que empezaban a salir, con el que he ido coincidiendo en otras ocasiones por esta ciudad tan pequeña, lamentablemente no recuerdo el nombre. Le doy vueltas, pero la memoria me traiciona. Los hijos estudiaban en Laussane para dirigir el negocio en el futuro y cómo son las cosas, el Gallo Alegre cerró. El mayor, ahora de comercial, se pasó por mi cocina hace relativamente poco, un año? quizás dos?

Otros bellos lugares estaban en la calle Verdi, en La torreta de Gràcia despaché no poca brasa y ensaladitas ricas. En el antiguo Bayo, no el de ahora, en Travessera, frente al Camp Nou me curtí en otros ocho metros cuadrados a base de almuerzos y tapas. Años después volvería a la misma calle para dirigir la cocina del Rally NH. Y cerca de Tetuán, en Diputación, estaba la pizzería La Góndola donde hice mis primeros pasos como cocinero independiente. Eran otros tiempos, en muchas de aquellas cocinas se fumaba, se gritaba y se luchaba duro.

En otro recorrido temático abordaremos las cocinas del extrarradio, las de la costa y las de más allá, que no todo fue Barcelona.
Glosario
Braga: paño de cocina utilizado por los cocineros. En vías de extinción, Sanidad mediante.
Bresa: conjunto de verduras peladas o no, limpias y cortadas de forma regular destinadas generalmente a la elaboración de un rustido. Algo más allá de la mirepoix de las escuelas.
Passage: sofrito hecho expresamente para la elaboración de arroces, que conseguía su máximo explendor al utilizar el aceite agotado por el esfuerzo de las freidoras. Visto en las cocinas del SetPortes y otras pocas más.



Archivado en: notas para mis memorias.

sábado, agosto 2

El hombre caimán

Querido amigo,

La historia que le traigo me fue contada hace un par de semanas por un entrañable personaje de morro fino y popular gaznate, en un lugar maravilloso y durante una aventura que empezó en Cartagena de Indias, siguió por tierra hasta Magangué y acabó en el mágico e isleño pueblo de Mompox. En aquella mesa hubo ron, queso y arroz con coco, así que intentaré ser fiel al relato sin que la manduca que embaulamos y los tragos que nos echamos al coleto interfieran en demasía.

Mompox, julio de 2014

Resultó que en el chuzito donde un servidor se hallaba dando buena cuenta del arroz con coco de doña Casilda. Allí mismo, en aquella misma silla de humilde madera rústicamente tallada. Allí, se sentaba el hombre caimán.

Mecedora momposina
Y en aquella misma mesa de manchas eternas, el hombre caimán se tomaba un vaso de ron, un platito de queso y, por último, su plato favorito: el arroz con coco. Miraba siempre hacia la orilla opuesta del río y cuando adivinaba la presencia de alguien al otro lado, apuraba su arroz y desaparecía en el agua.

¿Que por qué hacía todo esto? No desespere compadre. Le recomiendo encarecidamente, querido Xesco, que se sirva un trago corto. Sin agua, sin hielo. De ese ron oscuro y añejado que medio tiene olvidado en aquel armarito. Este cuento apenas empieza. Es una historia de amor, como todas, con la diferencia de que el hombre salió mejor librado que cualquiera, a pesar de todas las adversidades. Así que si va usted a servirse ese ron, hágalo de una vez y bébalo sin remilgos que un servidor empieza el relato y no para hasta el final.

Un hombre, alegre y despreocupado, viajaba continuamente de Pinillos a Magangué vendiendo toda suerte de alimentos y frutas hermosas. A grandes voces y en medio del jugueteo, el hombre divertía a todos con sus historias absurdas de cómo adquiría los productos, hasta el punto de convencer a los compradores de que lo que se llevaban eran objetos maravillosos.

Una tarde, mientras anunciaba a gritos la venta de unas naranjas que, según él, poseían las esencias del amor eterno, descubrió para su fortuna la presencia de una bellísima mulata, con el pelo recién enjuagado, que caminaba preocupada. El hombre entabló conversación con la muchacha y, rápidamente, ambos se sintieron profundamente atraídos. Ella se llamaba Roque Lina y era la hija de un severo e inabordable comerciante de arroz. Sus hermanos que jugaban el secreto papel de vigilantes de los pasos de la muchacha, al darse cuenta de que Roque Lina era atraída cada vez más por las frases pomposas del hombre, dieron la voz de alarma a su padre.

Así pues, estimado amigo, cuando el hombre apareció como de costumbre con sus alaridos y sus productos de otro mundo, y se precipitó feliz a saludar con canciones a su querida Roque Lina, se encontró frente a la presencia poco amable de su imposible suegro.

“Aquí el que vendo soy yo”, le espetó tajante el padre, “y mi hija no es arroz. Así que puede irse con su cantinela a otra parte antes de que tengamos problemas. ¡O yo no sé!”. Y sin agregar una palabra más, tomó a Roque Lina del brazo y la arrastró con él.

El Comedor Costeño, Mompox
Fue desde ese momento cuando el hombre empezó a venir todos los días a esta tienda y a esta mesa y a esta silla donde un servidor estaba sentado. A pedir el mismo ron, el mismo queso y el mismo arroz con coco, y a mirar hacia el río.

¿Por qué? No sé si por la atención que le prestaba al relato, o bien por los efectos del recio ron, pero rápidamente me percaté de que en aquel río los hombres se bañaban en esta orilla. Hacia la mitad de la corriente descubrí un remolino, y al otro lado se estaban bañando las mujeres.

¿Qué pasaba? Pues nada más que el hombre se había puesto de acuerdo con Roque Lina para que cuando ella fuera a bañarse él atravesara el río a nado para visitarla. Usted, perspicaz amigo, se estará preguntando cómo haría el hombre para atravesar aquel remolino, que le juro que a primera vista se adivina no apto para seres humanos. Saboree su ron pues aquí es donde reside el secreto de la historia.

Aquel hombre terminaba de comerse el arroz, se metía en el agua y, poco a poco, su cuerpo se iba corrugando, sus brazos se encogían en pequeñas patitas, sus piernas se unían en una agitada cola, y cada uno de los granitos de arroz que se había comido se iban transformando en una hilera de afiladísimos dientes, hasta quedar convertido en un expertísimo caimán nadador.

Así el hombre caimán atravesaba ágilmente el remolino y, luego de violentos chapoteos, lograba llegar hasta donde Roque Lina, quien ansiosa lo esperaba para ir a descubrir con él las profundidades secretas del río. El hombre venía aquí a diario, bebía el vasito de ron y comía su eterna ración de arroz con coco, y se lanzaba en su viaje reptil donde su amada Roque Lina. Esta visita permanente fue poniendo alerta a todos los pescadores de la zona.

Una mañana, uno de los hermanos de Roque Lina alcanzó a percibir la cola desenfrenada del hombre caimán rompiendo el remolino, y de inmediato dio la voz de alarma. Todos los hombres de Magangué se dieron a la caza del caimán. Pero cualquier esfuerzo era inútil. Mientras más obstinados eran los hombres tratando de aniquilar al animal, más ágil se volvía el hombre caimán para llegar hasta la orilla de Roque Lina.

Sírvase otro roncito, mi muy estimado compañero de letras y teclas, que yo me acabo de apurar otra ronda ya que esta historia se precipita a su final y debe usted prepararse para lo que sigue. ¿Me va siguiendo?

El papá de Roque Lina, hombre ostentoso y sediento de fabricarse su propio orgullo, ubicó con exactitud el sitio por donde el caimán solía nadar y organizó un cerco para atraparlo.

Embarcadero de ferry y chalupas en Bodega dirección a Magangué

Una mañana, un buen número de pescadores navegaron afanosamente por estos parajes, buscando sin descanso al caimán, comendados por el padre de Roque Lina. Mientras esto sucedía, el hombre de nuestra historia, sentado aquí donde está un servidor, terminó su ron, su queso y su arroz y salió de la tienda. ¿Hacía dónde iba si todos lo buscaban? Luego lo supe: el muy vivo se echó al agua mientras todos estaban en su búsqueda, nadó agitadamente hasta el barco del papá de Roque Lina y, de una, se devoró todo el arroz que encontró. Acto seguido, buscó a su amada que dormitaba en el muelle. Suavemente la acomodó sobre su espalda y, sin despertarla, se alejó con Roque Lina en silencio. Nunca mas volvió a saberse de ellos. Pero, desde ese día, todos los hombres de estos alrededores esconden temprano a sus mujeres y sus hijas, y se apuntan a comerse todo el arroz que tengan en la olla antes de que el hombre caimán venga y haga desaparecer mujer y granos.

Mompox, julio de 2014
Este es más o menos el cuento, amigo. Lo bueno es que por aquí, desde esos días, se canta un merengue que dice:

Esta mañana, temprano,
cuando bien me fui a bañar,
vi un caimán muy singular
con cara de humano.

Confío en que ya se da cuenta por qué es. Brindo con usted y por usted. Con ron y con añoranza. Lastimosamente, lo único que no puedo brindarle en estos momentos a usted, amigo mío, es un plato de arroz con coco. Por la obvia distancia que nos separa hace casi dos años ya y, porque estos días, no sé por qué, el arroz ha estado escaso por estos lares… al menos nos quedan las teclas intactas del computador. Felices vacaciones.

* De todo ello, ron aparte, tuve la fortuna de documentarme unos días después en La casa amarilla. Hospedaje donde un servidor descubrió una pequeña biblioteca y entre sus ejemplares uno sobre cuentos populares colombianos. "Cuentos para contar" se editó en abril de 2011 y en segunda edición en septiembre de 2011, con un total de 110.176 ejemplares que se distribuyeron de manera gratuita por el país.