La semana pasada Xesco me invitó a una matanza de cerdo, no dudé ni un momento en aceptar ya que era una cuenta pendiente desde hacía años. En este caso fue femenino plural, dos cerdas de unos 120 kg cada una.
Creo que, como casi todo lo que uno no ha vivido en primera persona, existen una serie de prejuicios y aprensiones ante esta ancestral celebración familiar.
A mí personalmente - y os aseguro que soy muy aprensivo con agujas, cortes y sangres – se me quitaron rápido las tonterías gracias el olor de pelos chamuscados, el calor de lo familiar, lo natural de la sangría, la precisión del matarife, la coordinación de movimientos.
A mí personalmente - y os aseguro que soy muy aprensivo con agujas, cortes y sangres – se me quitaron rápido las tonterías gracias el olor de pelos chamuscados, el calor de lo familiar, lo natural de la sangría, la precisión del matarife, la coordinación de movimientos.
Aquello, sin saber muy bien porque, me resultaba familiar, me resultaba cercano a las vivencias de una cocina profesional. Así que me acomodé el forro polar y comencé a disparar mi cámara y a grabar secuencias que, más que un acto morboso o sádico, me atraían por lo documental, lo mágico, lo rural, por captar la sencillez y naturalidad de una tradición popular que por desgracia está cayendo en desuso, en restricciones, en ignorancia. ¡Qué triste!
Por suerte hay lugares de España que no solo continúan y alaban el trabajo del matarife, sino que además celebran ferias y festivales dedicados al cochino y su sublime recta final al dejar este mundo, subir al cielo y llenar los calderos aquí en la tierra.
Fue un lujazo vivido en primera línea. Una de las cosas que más me impresionó es la temperatura interior del gorrino cuando es abierto en canal. El frío del lugar hace que uno pueda ver la cantidad de vaho que sale de dentro. Y si además, a uno le invitan a meter la mano y palpar, todavía se te queda más cara de urbanita-lelo-no-todo-sale-de-la-nevera. Insisto también en el olor, que para nada era agresivo, ni repulsivo; todo lo contrario, olía a vaho caliente, a carne fresca, a colmado de pueblo, a chancho limpio y divino.
La segunda cosa que me maravilló de principio a fin es la habilidad de cirujano de los dos matarifes, padre e hijo, que desde aquí aprovecho para agradecer de nuevo que me abrieran las puertas de su casa. Poder ver, escuchar y preguntar a un hombre que lleva décadas dedicándose al trabajo de carnicero y que habrá matado y despiezado cientos de marranos para elaborar innumerables embutidos, es un lujazo que uno no se puede perder en esta vida.
Nos detalló cómo colgar al verraco por las patas traseras en el triángulo que lo elevará hasta el techo, nos explicó algún truco para acceder sin problema a las tripas del cochino, nos enumeró las piezas que iba descartando o extrayendo y colgando meticulosamente en ganchos centenarios, pudimos presenciar y - Xesco con fuerza – lo que pesa media cerda y como se descuelga de los ganchos del techo mientras la otra mitad y el espinazo aguardan su turno para subir a la furgoneta.
Impresiona escuchar la sabiduría de un hombre ganada con años de trabajo y experiencia, escuchar lo que uno no encontrará en los libros: las diferencias del sabor y textura de la carne según sea el sistema utilizado para matar al porcachón; por supuesto, de la diferencia de calidad de un cebón “industrial” a uno que lo alimentas tu mismo; el porqué de cortarles las colas y que no se las muerdan entre ellos; el motivo de matar a los dos últimos ejemplares y no dejar uno solo…
Y una vez trasladado todo al obrador, con las carnes todavía calientes – os lo aseguro -, seguimos embobados con la capacidad de trabajo de estos hombres. Degustamos un fuet hecho por ellos mismos hacía unas semanas, una longaniza excelente de un colega del gremio y un salchichón de ciervo que todavía me hace salivar.
La lección de anatomía no había acabado y pudimos descubrir dónde está el solicitado “secreto”, vimos como separaba con mimo una de las partes más preciadas llamada “pedaçet”, escuchamos la diferencia de un lomo “comercial” de uno bien cortado, reposado y estirado…
Fue impresionante ver como 240 kg de tarasca acaban meticulosamente separados y seleccionados en cajas o colgados en un carro con ganchos para facilitar su manipulación y transporte a las cámaras frigoríficas.
¿Y luego? Luego se sentó toda la numerosa familia a la mesa y degustamos unos callos de la penúltima matanza, una fritada, unas costillitas, unas “seques” y un cava artesano que se elabora dos pisos más abajo.
Gracias cerdos y cerdas del mundo,
gracias Xesco, gracias familia.
gracias Xesco, gracias familia.
* Las palabras en negrita y cursiva han sido extraídas del capítulo "70 maneras de llamar al cerdo" del libro "Elogio del jamón de cerdo ibérico puro de bellota" editado por la Academia Española de Gastronomía y por Plaza y Janes en Barcelona, 1ª ed. noviembre 1996.
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Gracias por hacernos entender que en la Matanza no se trabaja la muerte sino la vida, a veces se nos olvidan otros puntos de vista a la hora de ver y juzgar lo desconocido... desconocido que en este caso está día a día en nuestra mesa.Un honor para quien lleva acabo el trabajo de aportarnos el alimento, la vida.
ResponderEliminarHoy he encontrado esto,
ResponderEliminarDice un cantar:
"Hubo seis cosas
en la boda de Antón:
cerdo y cochino,
puerco y marrano,
guarro y lechón"
Larga vida al cerdo!