Querido amigo Xesco, querido
amigo quesofóbico:
Le aviso con antelación. Esto
va de queso. De queso de búfala. De búfala de verdad. De verdad de la buena.
A mi calva llegan recuerdos de
cuando usted oficiaba de profesor de cocina en el barri de la
Ribera y un servidor se esforzaba en torturar cebollas ciselé o
conseguía cuajar huevos en pretendidas cremas catalanas. No recuerdo muy bien
en que contexto, usted habló de mozzarella italiana y la supuesta leche de
búfala que predican algunas etiquetas de los envases, espetándonos aquello de
que no se criaban suficientes búfalas en Europa como para producir semejante
cantidad de aquellas flotantes bolas de queso que demandaba y sigue demandando
el mercado. Que aquello era leche de vaca y que, en algunos pocos casos de
pretendida honestidad productora, se mezclaba con algo de leche de búfala.
Ojalá estuviera usted ahora a mi vera para comprobar, con maravillada
fascinación, el trabajo de esta pequeña empresa familiar que voy a presentarle.
Como muchos bellos proyectos, todo se inicia en amistosa reunión y trago mediante. En Colombia hay actualmente 400.000 cabezas de búfalos. Las trajeron desde Italia los cruzados, vía Caribe, para acabar en la zona chocoana allá por el inicio de los años 50 del siglo pasado. El ganado, bueyes y caballos, trabajaba en las duras condiciones de lluvia y humedad, típicas de la selva tropical, y acababa muriendo. Hasta que el ICA decidió llevar búfalos para sustituir el ganado tradicional. Le cuento, amigo Xesco, que los búfalos no son domésticos y que todavía quedan unos pocos expertos en amansar a estas bestias. Amansan cuatro cabezas al mes, vamos, que son los Césares Millán del campo. Los bufaleros de los Llanos utilizan a los machos para recolectar la palma, son la fuerza motriz de la palma en Colombia. Pero ¿y las hembras?. El trago y el destino dan un empujoncito al atrevimiento. Un valiente propone “hagamos queso, hagamos mozzarella”.
¿Se ha imaginado usted alguna vez ordeñar semejante bicho de redondeada cornamenta y 800 musculados kilos? Además, en comparación con las vacas que pueden dar leche por más de 290 días seguidos, las búfalas paran de dar leche cuando van a tener una cría. A las vacas se les estimula para dar leche con máquinas de ordeño, la búfala dará leche con la cría. Aún con la espera de la madre naturaleza, sepa usted que en Dibufala se recolectan 2.000 litros diarios que producen 800 kilos de materia prima de excelsa calidad.
Mi anfitrión y gurú del laticello
es don Alejandro Gómez Torres. De verbo fácil, rápido y cercano. Científico
cuando debe, humilde si uno pregunta. Aventurero que aterrizó en el sur de
Italia para bucear en leche, en fermentos, en cuajadas y en grasas acuosas.
Allí aprendió los secretos de la alquimia láctea que se esconde bajo la DOP
mozzarella di Bufala Campana. Con tenacidad, verborrea y
buenas maneras se trajo a Colombia a un maestro quesero y unas máquinas
dignas de la factoría de Maranello. Actualmente, su planta de
producción, es un ejemplo de titánico esfuerzo, fe inversora y fanática
disciplina, sobre todo en un país en el que la calidad de servicio al cliente
luce por su ausencia, la honestidad se compra a golpe de chequera y la burrocracia
traba, hasta límites kafkianos, a los jóvenes empresarios con ganas de hacer
excelentemente bien las cosas.
Le digo, amigo Xesco, sottovoce,
que los propios expertos italianos que han visitado Dibufala en Bogotá,
afirman cabizbajos y derrotados por la excelencia, que esta mozzarella
colombiana está muy por encima de todas las mozzarellas italianas excepto en un
par de casos que le comentaré a usted en privado para no crear camorristas
susceptibilidades ni provocar sangrientas reyertas.
Junto a la planta de producción pudimos charlar, comer y amar a estas esferas misteriosas que son las mozzarellas de búfala. Allí recibe, oficia en los fogones y te mima la mamma, Elsa Torres. Una gozadera de mujer, con generosa conversación y que seduce a golpe de bresaola, de pizza casera, de ricas conservas, de inolvidable tomate asado y confitado, del mejor Parmesano que uno pueda encontrar en Bogotá, de AOVE Thuelma de Jaén, de pan amasado y horneado a dos metros de distancia, de Malbec de la familia Gascón, de tomates que quitan el sentío y que llegan de la huerta de don Alberto McAllister (de los que le hablaré, querido chef-Xesco-con-huerto-enfrente, en otra ocasión). Y, por supuesto, uno cae rendido y conquistado con el desfile de los productos bufalescos de la casa: elegante mozzarella, divina burrata y goloso yogur. Todo 100% leche de búfala colombiana.
En Italia, es pecado mortal
refrigerar estos mochados quesos, de mochar viene el origen de su
nombre y el peculiar labio de su corte. Entre otras razones, porque a una
temperatura ambiente (ambiente bogotano = aprox. 11-20°C), se disfruta del
gastroacontecimiento que uno de los más honestos chefs colombianos bautizó con
el poético nombre de “lágrimas de sirena”: la mozzarella llora
gracias al fermento, llora lágrimas lechosas, blancuzcas, anacaradas. Le diré,
goloso amigo, que para un servidor fue como saborear el alma de la búfala: algo
salvaje. Como si nuestro recién desaparecido Bigas Luna hubiera firmado “La
teta y la búfala”. Un viaje gastronómico guiado por brujos, hechiceros y
chamanes de lo lácteo. Tenga usted en cuenta que, esas cosas llamadas fiordilatte
y elaboradas con leche de vaca, no lloran; y si lo hacen, lloran suero. Y eso,
definitivamente, no es lo mismo.
La legislación y normativa
alimentaria obliga a refrigerar todo producto lácteo natural, normativa que
generalmente aborrega al consumidor y cercena a la verdadera cultura
gastronómica popular. La piel de estas esferas lácteas que flotan en el agua
debe ser tersa, nunca debe despellejarse al tacto y el lomo del cuchillo debe
rebotar pero nunca romper tan blanca e imperfecta redondez.
La burrata ronda los 125
gramos por unidad, se “pliegan y atan” a mano tal y como marca la
tradición, y sus bocados le llevaron a un servidor de paseo por la lujuria del
paladar. Casi roza la herejía añadirle aceite de oliva virgen extra y escamas
de sal, pero es bien cierto que esa trilogía convierte instantáneamente al
hereje en santo y divino pecador. Mozzarella y burrata son un espectáculo por
si solos y uno se arrepiente de todo lo engullido anteriormente con supuestos
nombres bastardos. Y uno se da cuenta de lo ignorantes y cabestros en que
nos convierte la industria alimentaria.
Usted, querido cocinero,
conoce bien las preferencias de mi paladar, y sabe que no soy muy amigo de los
yogures y similares. De nuevo, DiBufala destierra los palatales prejuicios y
los paupérrimos conocimientos que se tienen de este maltratado producto
industrial, otrora excelso y sanísimo remedio medicinal. Y si la mamma Elsa
le otorga pitagórico apellido de miel a dicho yogur, éste se convierte en
aristócrata postre al alcance de cualquier plebeyo que quiera cuidar de su alma
y de su cuerpo. Le confieso amigo mío, de nuevo sottovoce, que yo me lo
zampo con abundante mermelada de naranja amarga, eso sí, de la que cocina mi
suegra.
Uno de los grandes problemas
con los que un servidor se ha topado en Bogotá es la dificultad de encontrar
excelentes productores con excelentes productos. Sin duda, Dibufala ha
sido la excepción que confirma la regla. El consumidor de a pie puede disfrutar
de ellos si visita los supermercados Carulla y Éxito; así como en
algunos platos de destacados restoranes de la ciudad como el de Harry Sasson,
los de Leo Katz, los del grupo Takami o los omnipresentes Crepes&Waffles.
Además, Dibufala ha iniciado la exportación a USA y Chile.
Debo confesar mi delirio ante una buena burrata, bien atada y jugosa. Si el queso no es mi compañero, la leche es mi droga desde siempre y esos quesos son leche de la buena. Le añade usted dos aceitunas muertas de Aragón de mi parte.
ResponderEliminarCierto es, amigo mio. No caí en cuenta de aquellas excursiones nocturnas a su maña nevera para saquear, con sonambulismo y alevosía, bricks de leche y magdalenas.
ResponderEliminarDe olivas no me hable, que aquí llegan españolas y muy mediocres. Si acaso, anote usted esas muertas de Aragón en la próxima lista de contrabando.
No dude usted que, cuando pise Bogotá, le esperarán unas burratas Dibufala en la despensa (que no nevera) de un servidor. PECADOR.
Yo aquí consumo falsa mozzarella, porque no puedo otra cosa. Aunque desde luego, no me la compro como si fuera de búfala, por lo menos que en la etiqueta ponga vaca ya que al fin y al cabo es lo que me puedo permitir. Eso sí, las lágrimas en este caso han sido de sireno porque su texto me ha hecho empapar el teclado. Malaje.
ResponderEliminarEstoo.... mira el enlace del comentario anterior. Se admiten apuestas: la mía va de alargamiento de pene.
ResponderEliminarY ya si eso después revisáis el puñetero antispam, que tiene más agujeros que la filosofía de Antonio Luis.
Pues si, no sé que carajo pasa con blogspot pero parece que estemos colando el caldo con una raqueta de tenis....
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