Como ya he comentado en otros artículos, me encanta viajar y comerme lo que ese destino ofrezca. Adoro callejear y entrar en las librerías que aparecen cuando uno menos se lo espera. Voy directo a la sección de gastronomía y, si la informalidad lo permite, suelo sentarme en el suelo a ojear los ejemplares que voy rescatando de las estanterías.
Eso mismo pasó en mi última visita a Colombia. En Cartagena de Indias tuve la fortuna de volver al hotel acompañado de Don Giovanni, de Gargantúa y de Pantagruel. Una deliciosa librería y cafetería me estaba esperando en la esquina de una callejuela del casco antiguo de esta bellísima, colonial y colorida ciudad caribeña.
En Bogotá caminé varios kilómetros entre las estanterías de las librerías Nacional y Panamericana, os aseguro que de ninguna de ellas salí vacío: Colombia Mar de Isidro Jaramillo Sanint, El fogón de D’Artagnan de Roberto Posada García-Peña, Harry Sasson, Cartagena de Indias en la olla de Teresita Román de Zurek, Cocina Andina del grupo Unilever y la Academia Colombiana de Gastronomía, El sabor de Colombia de Villegas Editores, una curiosísima Mesa del Renacimiento de Gillian Riley y el maravilloso ejemplar de Andrés Carne de Res de Andrés Jaramillo.
Un placer el deambular por una librería que jamás lo dará un cursor y una pantalla. Un repertorio de títulos dignos de ser los componentes del mismísimo sancocho de gallina que idolatramos en Ginebra, obligatoriamente acompañado de tostones de plátano, arroz blanco, ají picante y aguacate.
Mi empeño en encontrar librerías de viejo dio por fin resultado después de la valiosa información que recabé de un anticuario trotamundos en el barrio de Usaquén. Emocionado como un niño fuimos en buseta hasta el barrio de Chapinero a localizar, entre cuadras, calles y carreras, la decrépita finca donde se escondían varios salones de pasado esplendoroso, con las paredes cubiertas de estantes anclados en un demacrado parqué que trepaban hasta unas ostentosas pero desconchadas molduras.
El sacrosanto lugar me hizo considerar la opción de sentarme en el suelo cual plebeyo, así que utilicé una elegante silla isabelina como alternativa. Tuve que hacer valer mi currículo de cocinero y mi acento gallego para poder conseguir una vieja escalera de bibliotecario que me permitiera alcanzar unos empolvados y, supuestamente, prometedores lomos que mis miopes ojos se habían empeñado en desnudar.
Así es como ahora descansan en Barcelona un Néstor Luján con sello de la directora del “Externado Femenino de Comercio de Bogotá”, un ex libris de vegetarianismo argentino de los años 30, una curiosa edición de los años 50 para el buen uso de la olla a presión y la batidora eléctrica y, finalmente, una excelsa 5ª edición del Joy of cooking de la señora Rombauer.
El viaje acabó con dos sorpresas bibliófilas más. La primera fue un regalo de Diana, mi cuñada, a Julia; un precioso ejemplar del ensayo “Fogón de negros. Cocina y cultura en una región latinoamericana”, de Germán Patiño Ossa, historiador, investigador y profesor, actualmente director cultural de la Feria del Libro del Pacífico en la Universidad del Valle. Unos textos que detallan la confluencia de razas, culturas y tradiciones de la naciente Colombia del siglo XIX que nos revelan el acto de comer como una función sensorial y simbólica, más allá de la puramente fisiológica.
La segunda fue un encuentro fortuito con Kafka, mojado en caldo japonés y con guarnición de fotógrafo británico. El ajiaco no le deja a uno indiferente; esta contundente sopa cuyos principales protagonistas son el caldo de pollo, las patatas pastusa, sabanera y criolla y el misterioso aroma de la guasca. Dicho condumio me hizo sentir la misma desubicación al probarlo que al encontrar una portada mezclando a Kafka con una warholiana lata de sopa Campbell’s en una receta con miso.
Sorprende que el autor sea fotógrafo, la solapa interior lo define, más poéticamente, de ventrílocuo literario. Y es que Mark Crick presenta 14 recetas con las voces y el estilo de algunos grandiosos de la literatura:
Estofado de cordero con salsa de eneldo, a tenor de las averiguaciones de Raymond Chandler.
Huevos al estragón, comentados a la manera de Jane Austen.
Sopa rápida de miso, al modo de proceder de Franz Kafka.
Sabroso pastel de chocolate, el estilo de Irvine Welsh.
Tiramisú, en el recuerdo de Marcel Proust.
Coq-au-vin, con la magia de Gabriel García Márquez.
Risotto de setas, puesto en sazón por John Steinbeck.
Pollitos deshuesados rellenos, según los usos del marqués de Sade.
Tarta de cerezas de la abuela, desde la nostalgia de Virginia Woolf.
Fenkata, según la épica de Homero.
Pollo a la vietnamita, urdido por Graham Greene.
Filetes de lenguado al estilo de Dieppe, por la gracia de los enredos de Jorge Luis Borges.
Tostada con queso, cargada del dramatismo de Harold Pinter.
Tarta de cebolla, según las crónicas de Geoffrey Chaucer.
Una delicia para los amantes de la comida y de la buena literatura. En España podréis encontrar fácilmente este ejemplar editado por Edaf. Os aseguro que paladar y alma quedarán satisfechos, tal como le queda a uno el cuerpo con el último suspiro de un sancocho de pescado o de gallina, de un ajiaco, de una changüa, de un caldo de papa, de un cuchuco, de un mondongo antioqueño;
de unas sopas de cebada, de pan, de arepa frita, de jeta o de frijoles.
Todo acabó en el aeropuerto de El Dorado, en la sala previa a los mostradores de facturación, los dígitos de la báscula se volvieron locos y yo tuve que abrir las maletas de nuevo para distribuir el peso de tanto tráfico de cultura gastronómica. Ya en Barcelona, la que se volvió loca fue la olvidada báscula del aseo por aquel último mes de desbordamiento gozoso del paladar.
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