El pasado mes de noviembre, tuvimos la fortuna de recibir en
Bogotá a dos excelentes amigos, Ainhoa e Igor, aterrizados de nuestra querida
Donosti y piezas clave, desde hace años, del engranaje cocineril de uno de nuestros
más queridos templos de la gastronomía, Arzak. Sin duda un lujazo en el que nosotros
disfrutamos haciendo de cicerones por Bogotá, Ráquira, Villa de Leyva, Sasaima
y Cartagena. Y que por contra, nos convertimos en obedientes comensales allá
donde nos ofrecieron condumio a la salud de los fogones donostiarras. Gracias,
mil gracias, por la pantagruélica bacanal del quid pro quo. Entre otros buenérrimos manteles, fue en dos mesas,
en la del restorán Club Colombia y en el de su homónimo Harry Sasson, que disfrutamos
como verracos.
Escribir aquí de Harry Sasson para los colombianos sería
aburrido y redundante. No es poca la información que uno puede encontrar en
internet sobre este gran cocinero, defensor y abanderado de la cocina colombiana.
A modo de presentación para los lectores de la península,
decir que Harry (lo tuteo con permiso) se formó en los años 80 en el SENA,
escuela pública de cocina que nada tuvo o tiene que envidiar a las nuevas
escuelas privadas, de altísimas cuotas mensuales, que aparecen como champiñones
desde principios de este siglo. El resultado de aquella escuela pública habla
por sí solo: alumno destacado y ganador de numerosos concursos de cocina,
integrante del equipo de jóvenes cocineros en la Olimpiada Mundial de Cocina
celebrada en Frankfurt en 1988.
Tras formarse como profesional pasando por todos los
estratos de una cocina, abre su primer negocio el 14 de agosto de 1995 en la
exclusiva zona T de Bogotá. A partir de entonces, 18 años en los que ha abierto
diferentes negocios propios, ha asesorado a otros tantos ajenos y ha convertido
su casa principal en un espectacular espacio donde disfrutar de sus creaciones.
Me consta, aunque él nunca hace alarde ni da muchas
explicaciones, que invierte parte de su tiempo en acciones sociales y
benéficas. Sin ir más lejos, y después de disfrutar de un paseo por las
entrañas de su impresionante cocina de la carrera 9ª, pudimos comprobar que su propio equipo de
cocina está integrado por algunas personas con discapacidades. También escribe regularmente
en prensa y, sottovoce, me confiesa
que está a punto de estrenar nuevo libro. Libro que, al término de este
artículo, ya he visto a la venta en la Librería Nacional.
Afirmo que el acceso a la cultura y a los libros en Colombia
es caro. Los precios de los libros de cocina en Colombia doblan directamente el
precio de los mismos en España. No siendo España uno de los países europeos que
pueda presumir de tener barato el precio de la cultura precisamente. Por el
contrario, puedo debatir con conocimiento de causa sobre el elevadísimo precio
de los restaurantes de Bogotá. En dichos precios siempre entran, amén
de las subjetivas, las variantes de calidad, cantidad, atención del personal,
decoración y confort, técnica culinaria, tiempos de espera, temperaturas, etc.
Mezclando todas esas variantes puedo afirmar que ninguno de los dos locales me
parecieron caros. Más caros y ligados al sentimiento de tomadura de pelo me han
parecido otros locales con, supuestamente, más glamour, más publicidad, más
estrato, más puesta en escena y, en definitiva, más esnobismo. Por supuesto,
excepto en un par de ocasiones, ninguna de estas penosas experiencias han sido
publicadas en este blog. Sencillamente, un servidor se limita a no volver. Algo
de todo esto pudimos comentar con el propio Harry mientras nos iba presentando
sus platos.
También pincelamos brevemente la situación de las relaciones
entre los chefs colombianos versus a la unión culinaria que produjo el
movimiento de la Nouvelle Cuisine que llevó a Francia al primer lugar de la
coquinaria mundial. O la unión de los cocineros en Catalunya y en el País Vasco
que pusieron a España a la cabeza de la vanguardia culinaria a finales del
siglo pasado y el actual. Es muy enriquecedor debatir con alguien sin tapujos
como Harry. Gracias mil.
En su casa madre de la carrera 9ª, el plato que más me
impresionó por su sencillez y por la incultura que rodea al producto, al menos
en España, es el palmito del Putumayo. Una cocción a la parrilla simplemente
perfecta. Un bocado que pasa directamente a mi memoria culinaria y que en el
futuro me llevará a rechazar sin miramientos cualquier otra cosa que se atrevan
a llamar palmito y venga dentro de una lata. Algo muy similar a nuestros
queridos espárragos de Navarra.
Me encantó ver la instalación de una imponente robatayaki
(robata para los amigos del fuego), muy parecida a la de nuestro admirado Dos Palillos de Barcelona. Cocina efectista la de Harry Sasson, cocciones perfectas
y un crochet directo a la mandíbula del comensal para disfrute de la sencillez
culinaria y de la técnica impecable. Gargantúa se hubiera sentido orgulloso de
nosotros.
Muy diferente fue la pantagruélica experiencia en el
Restaurante Club Colombia. Almuerzo memorable y una oferta que repasa lo mejor
de la culinaria regional colombiana sin salir de Bogotá. Un servidor no tiene
ningún remilgo a la hora de embaular cualquier condumio que se le ponga por
delante, callejero o de mantel. Pero debo reconocer que tras unas frustradas
experiencias en restoranes de lo más populares (otras muchas exitosas), he
optado por apostar a caballo ganador, aunque la diferencia de precio sea
notable. Así pues, si recibo visita foránea, tengo claro que los sentaré en
estas mesas para relamernos con patacones, aguacates, arepas, maduro, chicharrones, carimañolas, chorizo santarosano, empanaditas,
arepa’e’huevo, ajiaco, mazamorra, papas chorreadas, frijoles, sobrebarriga,
arroz de coco con camarones, pastel de almojábana, merengón de guanábana…
Este es un homenaje para quienes están seguros de conocer la
receta original del ajiaco, para los que guardan con celo los tesoros de la
tradición familiar, para los que no olvidan el aroma de las arepas cl comenzar
el día y para los que cumplen sin falta la cita dominical en la mesa de los
abuelos.
Queremos honrar el trabajo de las cocineras que pasaron su
vida amarrando tamales y revolviendo sancochos hasta perfeccionar su técnica,
de los campesinos que a punta de azada labraron esta tierra colombiana para
conseguir de ella sus mejores frutos y de los pescadores que dejaron en
nuestros mares la apacible sombra de sus redes.
Aplaudimos a quienes aún estando en el último rincón del
mundo hacen lo imposible por conseguir guascas
y arequipe, a quienes aseguran con vehemencia que no hay nada como la
empanada y a los que cambiarían cualquier cosa por una santa frijolada.
Sin ánimo de competir con la sazón de nuestras abuelas,
Restaurante Club Colombia presenta un modesto resumen de la cocina colombiana,
sin pretensiones, sin terquedades, pero con un profundo respeto por nuestras tradiciones.”
Gracias Harry Sasson.
Eskerrik asko Ainhoa e Igor.
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