sábado, marzo 12

Afilar cuchillos

Hace unos años Javier, buen amigo y mejor osteópata, me preguntó por mis aficiones mientras trajinaba con cervicales, nervios ciáticos y contracturas cocineriles. Mi respuesta fue tajante, todo lo tajante que podía sonar mi cuerpo boca abajo con un tío presionando su codo entre mi nuca y el omoplato: los libros de cocina. Y si son viejos, mejor. Ah! ah! (una de dolor y otra de adición), y afilar los cuchillos con mi piedra de agua.

Los amigos no suelen entender que uno, siendo cocinero y trabajando muchas horas en los fogones, se encierre luego con libros de gastronomía o que pase muchas horas de sus días libres cocinando. Tampoco logran creen que uno se aísla del mundo afilando cuchillos concienzudamente, pasando las horas sumido en pura abstracción, equilibrio de la balanza, relajación total.

Ya no resuena como antes el “tiruriruri-riruriruti” del afilador, oficio y sonido en vías de extinción. Trotando con su vieja Mobilette “tuneada”, todavía aparece el afilador en la puerta trasera de afamados restaurantes de la Ciudad Condal, para mantener en forma a esos veteranos cuchillos templados en Albacete o Logroño; o para domesticar los últimos filos orientales de cocineros noveles e incautos.

Desde hace unos años están apareciendo en el mercado diferentes artilugios para mantener el filo de los cuchillos en mejor que peor estado, que no para afilar. Algunos aparatejos más simples, otros más complejos, pero que casi han hecho olvidar la función artesana y casi circense de la chaira. Esa familiar imagen del matarife, la terrorífica figura de Leatherface, el malabarismo del lanzador de cuchillos, o incluso la truculenta historia de César Lombroso.

Siempre me ha gustado cuidar los cuchillos. Desde la pequeña puntilla, pasando por el flexible jamonero, el curvado torneador de alcachofas, la potente hacha para quebrar huesos, el hábil fileteador de pescado, el dentudo del pan (juro que he visto a algún cafre llevarlo a afilar!), el trinchante todo terreno, hasta el enorme cebollero que, curiosamente, era el apellido de mi abuela y es el segundo de mi madre. Los tengo pesados, firmes y patrios; espartanos, fríos y germanos; ligeros, bellos y japoneses; incluso los tuve blandos cual plastinina, comprados en tiendas orientales o regalados por sucursales bancarias que, por supuesto, acabaron en el chatarrero.

Y hablando de familia, tengo grabada en la memoria la imagen de mi abuelo paterno, granaíno de Ventas de Huelma, que tras media vida en Barcelona. seguía utilizando una afiladísima navaja con mango de nácar para pelar la fruta o zamparse un trozo de tocino fresco cortándolo directamente sobre un chusco de pan que sostenía en la mano. Aquella navaja era intocable, era respeto, era tradición.

Mi madre ponía el grito en el cielo tras mis sesiones de afilado, ¿por qué?, porque se encontraba en la nevera un tomate más digno para el desayuno de Frankenstein o de Chucky que de lucir en ensalada. La piel de esos sufridos tomates siempre ha sido mi más fiel referencia para saber cuando tengo el filo del cuchillo a mi gusto. Sujeto el extremo del mango del cuchillo entre el dedo pulgar y el índice, lo paso suavemente por encima del tomate, si raja la piel está listo para trabajar, de lo contrario seguiré acariciando el acero contra la parte rugosa de la piedra de agua.

Llevo unas semanas mimando a mis fieles compañeros y destrozando unos cuantos tomates que luego lavo, rallo y utilizo para prepararme un pà amb tomàquet o para el sofrito de unos fideos a la cazuela. Y no los estoy afilando precisamente porque tenga previstas sesiones inacabables de misse en place o servicios infernales con cientos de comensales. No.

Necesito, como le decía a mi querido “arregla-vértebras”, abstraerme, equilibrar una balanza que se empeña en caer del lado de los mediocres, del lado de potentados analfabetos de la cocina, del lado de cuentas en números rojos, del lado de falsas sonrisas condescendientes, del lado de cuentistas del pagaré, del lado del poder industrial frente al pequeño productor, del lado de equilibristas antisistema con teléfono directo al Ayuntamiento de turno, del lado de buitres borrachos en taburete que pretenden ponerse tras mi barra, del lado de clientes del apúntamelo que mañana te pago, del lado de catadores que no distinguen un rojo corazón helado de una maravilla rubí de cremosa frambuesa, del lado del “periodista” esterificado- maleducado-liofilizado-lameculos, del lado de los esnobismos gastronómicos de mucho empaque y poca chicha, del lado de aulladores empresarios que no valoran un trabajo porque no lo han pagado, del lado de la televisión que promueve seres incultos y garrulos pero mediáticos, del lado de la publicación de libros basura, del lado de los falsificadores de sabores y sentimientos, del lado de los que ofenden a la cocina y a sus obreros.

Contradictoriamente, no hay más peligro para la integridad física de un cocinero, sobre todo de sus dedos, que un cuchillo mal afilado, que no corte. Porque un corte limpio cicatriza rápidamente, pero a la carne desgarrada no la salva la mercromina y la tirita. Así pues, una de las mejores inversiones que puede hacer un cocinero es gastar un generoso dinerillo en cuchillos de calidad y en una buena piedra de afilar. Como bien expresa Roberto respecto a las cazuelas para un montepío, lo mismo deberíamos aplicar a nuestros mimados cuchillos, deberían ser parte de la herencia, libres de impuestos sucesorios, por supuesto!

Por si acaso, descansa en nuestra biblioteca el manual del siglo XVIII de Don Henrique de Aragón, marqués de Villena, el Arte Cisoria “ó tratado del arte del cortar del cuchillo”. Porque no sabemos con certeza cuando vamos a tener que lanzarnos a degollar, moler, racionar, desollar, dislocar, cercenar, tornear, quebrar, filetear, rajar, clavar, picar, rebanar, guillotinar, amputar, capar, desmembrar, sesgar, seccionar, trinchar…

9 comentarios:

  1. Amigo Pantxeta:
    Día a día me vas sorprendiendo.
    Buena afición la de los cuchillos de cocina. Demuestra gran interés profesional y fomenta el "Arte cisoria". ¡Buena joya nos muestras hoy!.
    Un saludo,
    Sebastián Damunt

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  2. El de afilar cuchillos, como el de otros muchos quehaceres culinarios, es un proceso eminentemente zen que sin duda te procurará la abstracción que necesitas. Pelar patatas, picar cebollas, rallar tomates... cada uno encuentra su propio camino hacia al equilibrio vital.

    Y después, para arreglarlo, quiropráctica por un tubo.

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  3. Amigo Sebastián,
    Acabo de hacerme con un nuevo facsímil del Arte Cisoria porque el original todavía no se adapta a mis finanzas familiares... todo llegará, estoy seguro!
    De momento seguiremos divulgando a fuego y a cuchillo...
    Un saludo!

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  4. Querido galego,
    comerse las uñas solo es zen si las utiliza luego para ligar un risotto 'comme il faut', de esos que tanto abundan ahora y a cuyos autores Carvalho no dudaría en quemar en su chimenea de Vallvidrera...
    ¿A probado ya el último platillo de Starbase?

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  5. ¿jajajaja, pero que clase de provocación leonina es esta? Mandar al guerrero celta a visitar platos con mómias marinas es cruel. Sobre todo para quien puede ser blanco de sus afiladas estocadas!!

    Ahora entiendo algunas respuestas en el blog, heh! :)

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  6. Si se refiere vuecencia a la cosa esa de los garbanzos de ultratumba, francamente me dio algo de repelús comentar: es que luego sueño por las noches.

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  7. Me suenan algunos de al lado, creo que hay demasiados...pero la balanza siempre termina en la posición deseada, o por lo menos en la que debería ser.
    Me ha encantado!

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  8. Si, al que le gusta cocinar y tener un buen juego de utensillos de cocina sin duda también le gusta cuidar de sus cuchillos. Yo particularmente uso una piedra de afilar de la marca Kai pero también hay otras marcas buenas y conocidas como Victorinox o tantas otras...

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