sábado, agosto 27

¡Cómo está el servicio! (II)

Agosto pierde gas. Ahora da gusto ir al mercado sin tener que pedir la tanda en inglés y uno puede volver a oler los tomates cor de bou, los generosos filetes de sirvia y los pollos de granja de lustrosa piel amarilla, en lugar de ungüentos antimosquitostigretón, lociones ultrafasttannedskin y aftersunes para pieles color gamba de Palamós.

Aquí os dejo unos cuantos empleados de servicio más. Son los culpables de que se nos salten las lágrimas a borbotones y de que nuestros fuás sigan atrofiándose un poquito más cada noche, dándole al morapio de Toro, de Priorat o del Bierzo.


El estilo aidonespicinglis:
Simula no entender ningún idioma, a veces ni el suyo propio. Si contesta a alguna petición del cliente responde, A TODO, con un rotundo yes, independientemente de que el cliente pregunte a que hora se sirve la cena o reclame que el DiPi, servido junto a la piscina, está calentorro (DomPerignon, analfabetos lectores!). Me recuerdan a cuando un servidor era preadolescente y me enviaron "a las Inglaterras", como decía mi abuelo, a practicar el idioma. Paco Martínez Soria se hubiera sentido orgulloso de mis yeses y del descojonamiento de mis británicos anfitriones. Así pues, en la mayoría de las veces, uno debe ser cocinero y traductor simultáneo entre el cliente y el personal de servicio.

Eso sí, deberíais ver como esa misma lacónica empleada se transforma en digna aspirante al primer sillón académico que quede libre, en cuanto el cliente saca algún billete del bolsillo destinado a propina. Políglota de la adulación desmesurada y sordomuda ante la voz del cliente que dice "this is to share with all the cooking team". Se guarda los billetes en el bolsillo lateral del uniforme color pastel a la velocidad de un cavallino rampante y de vuelta a la cocina me niega por tres veces, como Peter (Pedro), al preguntarle si el cliente necesita o le ha dejado algo que yo tenga que saber.

Pero el cliente, de educación aristócrata y avezado en soltar generosas propinas a lo largo y ancho del globo terráqueo, se acerca a la cocina para agradecer personalmente los ricos y sabrosos condumios preparados durante diez días y para aclarar que le dejó la propina a la "housekeeper". La ventaja de aquellos veranos de packed lunch es que un servidor queda como un caballero de los fogones delante del cliente con un aceptable inglés y puede ciscarse en la putacalavera de la jouskiper rumana en el idioma patrio.


El estilo ave de rapiña:
Es norma y sabido por el cliente que, a su partida, el chef se quedará con lo que sobra de materia prima, sea sólido o líquido. El cliente nunca se lleva comida de vuelta a su país de origen, eso sería muy low profile; si acaso algunas botellas de preciados caldos y solo si viaja en jet privado. Está claro que es responsabilidad del chef gestionar bien despensa y bodega, aunque también es cierto que algunos piratas del delantal se aprovechan de ello.

Pero lo más triste es ver la rapiña que se produce cuando el personal de servicio presupone que es deber del chef compartir con ellos tan preciado botín. Voy a intentar hacer cómica estas situaciones de saqueo que verdaderamente más me han impresionado estos días y que me han demostrado que todo apasionado trabajo tiene su lado oscuro.

Querer apropiarse de una botellita de aceite de trufa blanca puede ser muy Torrente cuando sólo hace un par de días que te han enseñado que existe un líquido que huele a gas y que sale de un hongo que desentierran perros y cerdos. Gracioso ver como se les salen los ojos de las órbitas cuando les dices el precio de la susodicha botellita. Tras el sumiso "gutbai mister Candemor" al cliente y el consecuente pillaje, es más cómico todavía imaginar las mismas órbitas al ingerir una ensalada de bolsa inundada con media botellita, freír un bistec del SaCompra o poner un chorrito en el bocata de "charcutería al plato" para la merienda del marido.

Sucursal BettyFord Ibiza
¿Y la bodega? El centenario uso del ábaco queda como un juego para chimpancés cuando uno lo compara con la habilidad y rapidez de determinados ejemplares del personal de servicio en el conteo de botellas, latas y tetrabricks que puedan quedar en estanterías, alacenas y neveras. Os aclaro que el veloz cálculo aritmético no se realiza unas horas antes de la marcha del cliente sino un par de días antes, vaya a ser que aparezca a última hora algún invitado del cliente con carné numerario de la Betty Ford y nos joda el inventario.

Pero claro, es complicado que un ave de rapiña sea de morro fino a la hora de seleccionar su presa, más bien se trata de un instinto depredador y de supervivencia, más allá de goce alguno. Así pues, un chef humano, elegante y a la par complaciente con la profesionalidad demostrada por el personal de servicio, hace el sacrificio de meter en su maletero el Guelbenzu Lautus Reserva, aquel Remelluri Colección, el ron Dos Maderas y la media botella de tequila Patrón despechada en una esquina de la cocina. Que disfruten ellos del par de botellas de Absolut, de las cuarenta y ocho latas de RedBull, las veintidós de ColaZero, el codiciado Baileys (léase "bailics") y de esos cinco vulgares Verdejos, que por algo se andaban pegando codazos entre ellos y llevan un par de días de insomnio repasando mentalmente el inventario del cliente en lugar de contar ovejitas.


El estilo aquinosetiranada:
Uno reflexiona sobre la suerte y el trabajo que cuesta el poder pagar del bolsillo propio unos pocos restaurantes, congresos, talleres, viajes y algún que otro capricho culinario. Uno intenta justificar determinadas actitudes de terceros, aquí relatadas, por aquello del poco o nulo conocimiento del disfrute más allá del precio que marca la etiqueta. Ver tanto lujo y exceso a tu alrededor durante tanto tiempo debe transformar la percepción de la realidad propia y ajena.

Frente a la gula desenfrenada y pantagruélica de algunos clientes se encuentra la mentalidad heredada de pasados humildes e incluso bélicos de algunas personas dedicadas ahora al servicio de señores extremadamente ricos, a veces pornográficamente forrados y en ocasiones no todo lo educados en proporción a sus cuentas corrientes.

Cuando llega a la cocina tanto Riedel lleno a rebosar de Evian, es lógico que duela lanzar por el fregadero tanto oro líquido y pijeras. Y más si el depósito de la Nespresso necesita repostaje y el cliente empieza a reclamar unos cuantos cafés para la sobremesa en el chillout tailandés a pie de acantilado. La buena voluntad es entrañable, justificada y "dignnnnnadeadmirá"pero el instinto del chef dice que algo no va bien cuando al segundo vaso se oye un delicadísimo y casi imperceptible "blop" que no debería oírse, y menos si durante la cena se ha celebrado que al pequeño de los vástagos del anfitrión se la ha caído el primer diente.

Escórpora, Cap Roig, Rocha... 
La gruesa mano del cocinero, curtida en batallas contra rochas, langostas y costillares de cordero, se hunde desesperada en las entrañas de la máquina italiana. Bueno, más bien mete tres dedos e inunda la encimera por efecto del maldito Arquímedes. Pero ahí está, un bonito incisivo lateral salvado de ser infusionado por las arábicas del Arpeggio que tanto le gusta a su padre. Lo colocamos en una elegante copa martini y lo volvemos a cubrir de Evian fresquita. Se me disparan las pulsaciones, por unos segundos la cocina se congela como en Matrix y desfilan frente a mi las imágenes del dientecillo de leche hundiéndose por el sumidero del fregadero, como si fuera el yate del cliente en la Tormenta Perfecta con George Clooney partiéndose la caja sentado en popa con una tacita de Ristretto y espuma de diente infantil servida por un John Malcovich con cara de divinidad malévola.

Creo que necesito otra Martin Miller's con zumo de cranberry.

viernes, agosto 19

¡Cómo está el servicio! (I)

Si Vicenta Berruguillo levantara la cabeza...

Ya hace unos años que un servidor se dedica, entre otras cosas del fogón, a cocinar en casa ajena. Generalmente han sido casas sin empleados de servicio pero, en los casos en que ha habido, he de reconocer que el nivel de profesionalidad ha sido más que satisfactorio.

Un querido amigo mío, aquel del libro de Camba, lleva ya tres años ejerciendo como Chef Privado (Private Chef queda más high profile en esta isla) y se las ha encontrado de todos los colores, tanto las nacionalidades como las situaciones con del susodicho personal de servicio.

Nos hemos reído y lo seguimos haciendo cada noche recordando los lances del día; explicando, cada uno de los tres cocineros que nos juntamos en la terraza del apartamento, las divertidas anécdotas (otras no tanto) que nos sirven en bandeja los caprichosos clientes, los vendedores de excelsos caldos franceses, los gorrones invitados a las fiestas, las empolvadas naricillas de saldo, Juani la pescadera, los hermosos negros de abultada pernera, la masajista personal y el personal trainer, Noelia la verdulera, los interminables centímetros en tacones de aguja y, sobre todas esas historias, destacan las de las odiosas (y alguna entrañable) Gracitas Morales (con permiso de la gran actriz) que se nos han metido por entre las cazuelas.

Permitir que os ponga en situación.

Las casas donde se nos contrata no se pueden llamar adosado, ni torre, ni chalé; si acaso mejor imaginaos esas villas de ensueño y prensa rosa, esas mansiones de apellidos con pedigrí, esas fincas con césped y piscina que se funden en el horizonte; unas rodeadas de frondosos pinares, otras enhiestas sobre vertiginosos acantilados mediterráneos.

Tales chabolitas se alquilan por semana al precio que le cuesta, a un pobre mortal como nosotros, un todoterreno de cinco cifras pagado a plazos. Al módico precio hay que añadir el coste de algunos extras como si de escoger la botellita del minibar se tratara: el personal de servicio y uniforme, el personal de cocina a medida, los gorilas de seguridad veinticuatrohoras, los camareros de desayuno, los camareros de mediodía, los camareros de aperitivo, los camaeros de puesta de sol, los camareros de noche, los camareros de after, el equipo de música digno de cualquier club urbano y cosmopolita (viene empaquetado en furgoneta con remolque), el chófer políglota y experto en muay thai, los lustrosos cristales tintados de un 4x4 cromadísimo para no pasar desapercibido, la mejor mesa del mejor local de moda (a partir de 8.000€), el velero traído de St. Tropez y su patrón vestido de Gaultier, los mejores ingredientes personalizados que serían la envidia del protagonista de Breaking Bad, alguna que otra perla siliconada que roce los dos metros cabalgando unos Jimmy Choo, y por supuesto, donde más disfruta uno, el presupuesto para el comercio y el bebercio. Nada como salir de compras con un fajo de billetes, guiñándole el ojo a toda langosta que se cruce por los pasillos del mercado local, y abrazando a toda botella que tenga tres cifras (los decimales ni cuentan ni importan...).

En este escenario uno se imagina que toda calidad de servicio y producto será poco, o que como mínimo deberá estar a la altura de la astronómica cuenta que el cliente abona en tres cómodos plazos de antes, durante y después de su estancia. Pues no amigos, si todos traemos mil anécdotas de nuestras vacaciones en Lloret de Mar, del cámping Los Altramuces, del encierro en el pueblo del abuelo, o de las juergas de Benidorm (con tampón de vodka incluído); ellos, los ricos muy ricos, también se deben descojonar con lo que les pasa en sus andanzas pitiusas, o no...

Pasen y vean.

El estilo castellano del grito y el aspaviento:
Se trata de comunicarse con cualquier cliente de cualquier nacionalidad del mundo mundial en castellano, que por algo es el segundo o el tercer idioma más hablado del mundo mundial (según que ranking consulte uno). El emisor está absolutamente convencido que el receptor entenderá a la perfección el mensaje, primero porque se realiza el esfuerzo bucal de masticar las palabras y, segundo, porque con el volumen exigido a las cuerdas vocales se alcanzarán a las neuronas más recónditas y escurridizas del cerebro cliente para descodificar el mensaje y dar por hecho que "estas toBallas son las del baño y estas para la playa, me hacen el favor que me se pone luego el cuarto de la lavadora hecho unos zorros". No hace falta mucha imaginación para visualizar el repertorio de gestos, muecas y manotazos al aire que esgrime este refinado estilo de servicio internacional y elevado decibelio.

El estilo radio macuto:
No he comprado la prensa en tres semanas, ni la local, ni la nacional, ni la amarilla, ni la rosa. Ni falta que me hace teniendo cerca mío estos pozos de sabiduría popular, estas parabólicas con baterías eternas de ion-litio, estos tiburones blancos del alcahueterío estival. Si uno quiere saber quien cogió de la nevera la cola de bogavante nacional que sobró de la cena, si uno quiere averiguar cuantas mujeres han dormido juntas y revueltas en la suite de la piscina, si uno quiere saber la hora, minuto y segundo exacto a la que se acostó el cliente, si uno quiere saber cuantos vodka con zumo de cranberry se zumbaron anoche; pregunte, pero pregunte como despistado, como sin querer, como sabiendo de antemano que la repuesta no está ni al alcance del MI6. Ellos lo sabrán, ellos le responderán a uno con todo lujo de detalles. Y gratis.

El estilo sommelier de barbacoa:
Uno no es un entendido de vinos, ni lo pretende. Me gusta beberlos de manera informal y en compañía de confianza, porque en grupo uno engaña mejor al demonio que en solitario. Pero sí creo que uno debe tener en cuenta algunas nociones básicas sobre el tratamiento y mimo a determinados brebajes. Porque hay cuestiones que no hace falta leerlas de Peñín o de Parker, se adquieren con un poco de observación y otro poco de ósmosis social.

No es necesario llenar la copa hasta quedarse a un dedo meñique del borde como si de un refresco de terraza se tratase, y menos sirviendo un Chassagne-Montrachet, por "muy fresquito" que esté.

No se tira al fregadero las últimas lágrimas de un Numanthia que hubieran llenado una copa y hubieran vaciado el alma de este cocinero, amén del desgarro de mis cuerdas vocales con un "noooooo" que se oyó allende el Mediterráneo y se ahogó por el sumidero.

Si tres botellas no caben en una misma hielera, no deben zarandearse y golpearse contra el hielo y el agua, es mejor escoger una hielera de mayor dimensión; más aún si los huéspedes del recipiente se apellidan Dom Perignon Vintage, Domaines Ott Rosé y San Pellegrino Sparkling Water. Sin más opción ni hielera, uno sacrifica sin dudarlo a las ítalas burbujas.


Lo más cómico son las risas del cliente cuando la cascada de monje benedictino se precipita sobre el entarimado balinés de la terraza y del angosto cuello de botella salen tres copitas y media para cinco comensales. "Abran otra que la casa es grande".

La temporada sigue hasta finales de septiembre, los clientes cambian, el servicio resiste.

No se vayan todavía, que aún hay más...

viernes, agosto 12

Un restaurante cualquiera


No es costumbre de Gastromimix arengar en contra de restaurante alguno pero en ocasiones lo que debería ser un rato agradable se convierte en un cúmulo de despropósitos que bien merece la pena anotarlos para no olvidar y no recaer.  Una recomendación: léase en modo cómico y relajado.

En un país que pretende ser poseedora de “la mejor gastronomía del mundo” se ignoran con demasiada frecuencia aquellos lugares en los que un disfruta bien poco.  Si disfrutar de la comida no es lo mismo que disfrutar de la mesa, en ocasiones ninguna de las dos cosas es posible. 

Envío copia de lo aquí reflejado al restaurante en cuestión.  Si bien no supieron reaccionar al instante, como mínimo tengan constancia escrita de lo sucedido y percibido por unos ignorantes clientes, mi familia y yo, unos grumetes de pacotilla, mindundis entre otros tantos.

No citaré el nombre del establecimieto en cuestión, no es necesario.  Además no se trata de maltratar un negocio sinó más bien de construir, de indicar cómo se deben hacer algunas cosas para no salir tan malparados ante un eventual encuentro con un crítico incorrupto.   O mejor aún, de cómo no se deben hacer las cosas.

Se trata de un conocido restaurante-piano bar ubicado en la zona alta de la Ciudad Condal.  En mis tiempos de pinche cocinero destacaba por su exclusiva clientela.  No había estado nunca allí y la espectativa de una buena velada nos tenía entusiasmados.  Pero ya se sabe que cuando uno espera mucho la decepción puede ser mayor.  La culpa si esto sucede, al fin y al cabo, sólo es de uno mismo.  Entono pues un irónico mea culpa y Amén.

A las 20:45 h. de un jueves del mes de agosto realizamos reserva teléfonica advirtiendo de la presencia de una criatura de dos años, somos tres y llegaremos en diez minutos  Ningún problema.  El tonito de la persona al otro lado del teléfono al indicarnos que “ellos no cerraban nunca” -como si tuviéramos que saberlo- se me antojó poco menos que ordinario.  Nosotros tampoco cerramos y seguro que ellos no lo saben.  Este detalle no cobró importancia hasta que otros no empezaron a sumar.

21:00 h.  Los primeros en llegar.  Un mozo transalpino nos ofrece dos espacios, el salón interior o la terraza al otro lado de la calle.  Nos decantamos por el Salón.  Nos disponemos a entrar.  Nos asalta otro mesero para indicarnos que con la criatura estaríamos mejor en el exterior puesto que allí se fuma (no problem) cambiamos de dirección, cruzamos la calle y allí nos reciben de nuevo.  La forma en que el encargado se dirije al camarero para indiarle que ya teníamos una reserva no es agradable, comentarios en ese tono es mejor hacerlos en privado.

Si bien nosotros nos equivocamos de mesa al elegir una demasiado pequeña para tres… alguien podía habernos advertido y acomodarnos en otra más espaciosa y cómoda –digo yo-.  Era imposible que en aquella mesa-camilla para dos cupiese todo lo necesario: de entrada ya tenía el farolillo vela, cubiertos, servilletas, salero y cenicero.  Después llegarían las bebidas (agua y gaseosa), pan (3), los platos de 32cm de diámetro, ensalada al centro, aceiteras. 

Nada de juguetes de niño ni móviles u otros enseres sobre el tablero, imposible.  Y los codos ni  acercarlos, manténganse alejados.

El lugar era oscuro, poca luz, solo la luz de la vela.

La comanda:

Torres de Casta rosado, que me encanta con gaseosa.  Gaseosa que comparto con mi niña.  ¡Cómo le gusta eso de que el agua pique!

½ pallarda de solomillo con patatas fritas para mi tesoro.  Poco hecha.  El amable camarero sugería pedir un solomillo, que abrirían por la mitad y que yo me comiera la otra mitad.  Inaudito.  Empiezo a desencajarme mientras me acribillan los mosquitos, tigres y panteras.

Una hamburguesa de solomillo.  Poco hecha.  La guarnición son patatas fritas me indica el camarero.

Un steak tartar, poco hecho, de coña claro.

Una ensalada verde para compartir en el centro de la mesa.

Eso es todo.  No andamos sobrados de apetito y para cenar era suficiente.



Cruzo la calle.  Me acerco al interior del restaurante, pregunto por el aseo.  Un cocinero que salía de la cocina armado con un puro habano entre los dientes y despechugado me indica: segunda puerta a la derecha.  El lugar es precioso, auténtico, recomendable, con encanto y buen gusto.  Al salir, en lo que posiblemente era la zona de los platos fríos otro cocinero esperaba pacientemente las comandas sentado sobre el arcón congelador.  Yo flipo y sonrío: buenas noches.  Balanceando sus piernas me saluda con un movimiento de cabeza, también balanceando.  Vuelvo a cruzar la calle.



Se acerca el camarero carta de vinos en mano:

-          Lo siento To.. ta… ehhh tor… esto… (No acierta con el nombre del vino)

-          No importa, Chivite está bien

Llega el pan, no hay gaseosa.  Pedimos agua y un vaso de tamaño adecuado a las manos de mi princesa.  Un vaso de tubo, no gracias.  Una taza de café, no gracias, nos quedamos con la copa.  La copa era más grande que su cara pero bueno, ya le ayudamos nosotros y listo.

Llega el vino.  La camarera demuestra su destreza destrozando la argolla del vino.  Introduce el sacacorchos pero no sabe como sacarlo.  Saca la botella de la cubitera, se la apoya en la pierna, se retuerce, la cara de apuro es evidente.  Cuando estaba a punto de decirle que no importaba, que la dejase en la mesa y lo haría yo mismo… llega otro camarero a socorrerla, botella abierta.  Este espectáculo se repite en todas las mesas vecinas.  No entiendo cómo no le enseñan antes de dejarla sola ante el peligro. 

El restaurante empieza a decepcionarme, poco a poco va perdiendo el glamour con el que le había rodeado.

Llega la comida.  Ensalada, hamburguesa y media pallarda.

¡La madre que me parió!  La media pallarda hacía un palmo de largo pero mi tesoro no dejó ni un trocito.  Las patatas me las comí yo porque mi hamburguesa llegó acompañada de un puré de copos de patata y cebollitas que no me hizo ninguna gracia.

El steak llegará en unos minutos nos indica el camarero.  Perfecto, porque de lo contrario deberíamos haber hecho malabarismos para trocear el bistec de la pequeña gourmet.

Pasa el rato.  Llega el comboy (aceite y vinagre).  No espero más y le hinco el diente a la hamburguesa.  Como soy hipertenso (es decir, que me tenso fácilmente) no me importa que no lleve sal, como las patatas.  Eso sí, las patatas eran de las buenas, de las de verdad.  Pasa el rato.  Ya he terminado mi hamburguesa.  Salgo de restaurante camino del coche a buscar un cigarrillo.  De regreso me dirijo al supuesto encargado:

-          En realidad esperaba algo más que una ensalada tonta de bolsa o una hamburguesa sin sal.  Por cierto ¿Se ha fijado en que mientras yo ya he acabado de comer mi señora todavía no tiene la comida en la mesa?

-          Ahora  mismo voy a la cocina a comentarlo. 

Nunca más volvió.  No era el encargado.  Además se pasó toda la noche de espaldas al comedor.  En ningún momento vió nada de lo que allí ocurría.

Cuando ya no queda ni rastro de la pallarda llega por fin el steak tartar, al rato su guarnición.  ¡Por Dios, más patatas fritas!

A mis espaldas se sienta el encargado, el jefe por fin.  Se dejan oir algunos comentarios.  Seguimos esperando alguna explicación.  Aquí no pasa nada.  Ni postres ni café.  La cuenta por favor.  ¿Segunda oportunidad? Lo dudo
nota: El precio de la hamburguesa se apareció con un descuento del 50%

miércoles, agosto 10

Ragú - guisar y estofar

Hace unos meses un sabio amigo nuestro, de los pocos que últimamente nos leen, nos dejó una propuesta en el buzón de voz: ¿Cuáles son las diferencias entre un ragú y un guiso?


El pobre no duerme por las noches debatiéndose entre almohadones sobre si guisa un ragú o ragutea un guiso. Así es como se marcha a la oficina con la fiambrera estofada y su guisote de supervivencia. Twitea en busca de ayuda y soluciones, se codea con profesionales, tapea cámara en mano a lo blogger más cañí y en la radio entra al trapo en cualquier debate como buen gastro-hooligan.


Desde Gastromimix intentaremos resolver sus dudas. Para ello describiremos de manera detallada lo que es un ragú. Para averiguar las diferencias tendrá que consultar también el texto Estofar vs Guisar y comparar. Un pasatiempo entretenido, como otro cualquiera.



Pero vamos a ponerlo fácil y recordamos aquí lo que decíamos sobre estofar:



Estofar es algo muy concreto. Entiéndase como una cocción lenta y sosegada, sin apenas jugo (aunque muy sabroso) en un recipiente tapado herméticamente. Mientras que un guiso es un preparado complejo, que viene acompañado de un líquido de cocción y comprende desde os estofados a los cocidos, pasando por potajes, ragús, caldos, braseados y sopas.



El ragú es un guiso francés conocido en todo el universo” (A. Muro, 1892)



Con frecuencia se dice que el ragú es un guiso hecho a base de carne pero lo cierto es que las hortalizas, algunos pescados y sobretodo los crustáceos se pueden preparar también de esta manera, con algunas modificaciones debidas principalmente a sus propias caracterísicas, pero en ragú al fin y al cabo.



Los ingredientes que conforman un ragú aparecen troceados de forma regular. El ingrediente principal se puede marinar anteriormente o no, eso va al gusto. Lo primero que ocurre es un salteado más o menos intenso en materia grasa (concentración) con la finalidad de retener los jugos el alimento que después irá soltando lentamente durante la segunda parte de la cocción. También se saltea para aportar color y los aromas propios generados por la reacción de Maillard. Con frecuencia se saltea también una guarnición que podrá ser tan solo aromática o de servicio, acompañando al elemento principal al finalizar el guiso. Una vez salteados todos los ingredientes se ponen en una cazuela y se cubren de líquido. Este líquido acostumbra a ser un fondo moreno ligado, un fondo oscuro ligado con roux. Y digo acostumbra porque hay otra maneras de proceder, como espolvorear harina tras el salteado o ligar la cocción al finalizar.

La cocción siempre será a fuego manso, buscando un equilibrio entre la ebullición y la condensación por reflujo. Tapado o no a gusto según interese. En horno o en fuego por lo mismo.


Una vez cocinado se decanta el alimento principal, se cuela el sabroso caldo, se desengrasa y se rectifica. Juntar de nuevo el jugo desengrasado con la carne y su guarnición de servicio si la hubiere. La consistencia del jugo es de salsa, ni más ni menos.


Las referencias en libros de cocina no son muy abundantes. Quiero pensar que en muchas ocasiones se deba a traducciones erróneas, usando por ejemplo el término estofar como sinónimo de ragú, como sucede en el libro de Escoffier.

Sí encontraremos referencias en las publicaciones de Ángel Muro, T. Bardají o Mapie de Toulosse-Lautrec por citar algunos.