viernes, agosto 19

¡Cómo está el servicio! (I)

Si Vicenta Berruguillo levantara la cabeza...

Ya hace unos años que un servidor se dedica, entre otras cosas del fogón, a cocinar en casa ajena. Generalmente han sido casas sin empleados de servicio pero, en los casos en que ha habido, he de reconocer que el nivel de profesionalidad ha sido más que satisfactorio.

Un querido amigo mío, aquel del libro de Camba, lleva ya tres años ejerciendo como Chef Privado (Private Chef queda más high profile en esta isla) y se las ha encontrado de todos los colores, tanto las nacionalidades como las situaciones con del susodicho personal de servicio.

Nos hemos reído y lo seguimos haciendo cada noche recordando los lances del día; explicando, cada uno de los tres cocineros que nos juntamos en la terraza del apartamento, las divertidas anécdotas (otras no tanto) que nos sirven en bandeja los caprichosos clientes, los vendedores de excelsos caldos franceses, los gorrones invitados a las fiestas, las empolvadas naricillas de saldo, Juani la pescadera, los hermosos negros de abultada pernera, la masajista personal y el personal trainer, Noelia la verdulera, los interminables centímetros en tacones de aguja y, sobre todas esas historias, destacan las de las odiosas (y alguna entrañable) Gracitas Morales (con permiso de la gran actriz) que se nos han metido por entre las cazuelas.

Permitir que os ponga en situación.

Las casas donde se nos contrata no se pueden llamar adosado, ni torre, ni chalé; si acaso mejor imaginaos esas villas de ensueño y prensa rosa, esas mansiones de apellidos con pedigrí, esas fincas con césped y piscina que se funden en el horizonte; unas rodeadas de frondosos pinares, otras enhiestas sobre vertiginosos acantilados mediterráneos.

Tales chabolitas se alquilan por semana al precio que le cuesta, a un pobre mortal como nosotros, un todoterreno de cinco cifras pagado a plazos. Al módico precio hay que añadir el coste de algunos extras como si de escoger la botellita del minibar se tratara: el personal de servicio y uniforme, el personal de cocina a medida, los gorilas de seguridad veinticuatrohoras, los camareros de desayuno, los camareros de mediodía, los camareros de aperitivo, los camaeros de puesta de sol, los camareros de noche, los camareros de after, el equipo de música digno de cualquier club urbano y cosmopolita (viene empaquetado en furgoneta con remolque), el chófer políglota y experto en muay thai, los lustrosos cristales tintados de un 4x4 cromadísimo para no pasar desapercibido, la mejor mesa del mejor local de moda (a partir de 8.000€), el velero traído de St. Tropez y su patrón vestido de Gaultier, los mejores ingredientes personalizados que serían la envidia del protagonista de Breaking Bad, alguna que otra perla siliconada que roce los dos metros cabalgando unos Jimmy Choo, y por supuesto, donde más disfruta uno, el presupuesto para el comercio y el bebercio. Nada como salir de compras con un fajo de billetes, guiñándole el ojo a toda langosta que se cruce por los pasillos del mercado local, y abrazando a toda botella que tenga tres cifras (los decimales ni cuentan ni importan...).

En este escenario uno se imagina que toda calidad de servicio y producto será poco, o que como mínimo deberá estar a la altura de la astronómica cuenta que el cliente abona en tres cómodos plazos de antes, durante y después de su estancia. Pues no amigos, si todos traemos mil anécdotas de nuestras vacaciones en Lloret de Mar, del cámping Los Altramuces, del encierro en el pueblo del abuelo, o de las juergas de Benidorm (con tampón de vodka incluído); ellos, los ricos muy ricos, también se deben descojonar con lo que les pasa en sus andanzas pitiusas, o no...

Pasen y vean.

El estilo castellano del grito y el aspaviento:
Se trata de comunicarse con cualquier cliente de cualquier nacionalidad del mundo mundial en castellano, que por algo es el segundo o el tercer idioma más hablado del mundo mundial (según que ranking consulte uno). El emisor está absolutamente convencido que el receptor entenderá a la perfección el mensaje, primero porque se realiza el esfuerzo bucal de masticar las palabras y, segundo, porque con el volumen exigido a las cuerdas vocales se alcanzarán a las neuronas más recónditas y escurridizas del cerebro cliente para descodificar el mensaje y dar por hecho que "estas toBallas son las del baño y estas para la playa, me hacen el favor que me se pone luego el cuarto de la lavadora hecho unos zorros". No hace falta mucha imaginación para visualizar el repertorio de gestos, muecas y manotazos al aire que esgrime este refinado estilo de servicio internacional y elevado decibelio.

El estilo radio macuto:
No he comprado la prensa en tres semanas, ni la local, ni la nacional, ni la amarilla, ni la rosa. Ni falta que me hace teniendo cerca mío estos pozos de sabiduría popular, estas parabólicas con baterías eternas de ion-litio, estos tiburones blancos del alcahueterío estival. Si uno quiere saber quien cogió de la nevera la cola de bogavante nacional que sobró de la cena, si uno quiere averiguar cuantas mujeres han dormido juntas y revueltas en la suite de la piscina, si uno quiere saber la hora, minuto y segundo exacto a la que se acostó el cliente, si uno quiere saber cuantos vodka con zumo de cranberry se zumbaron anoche; pregunte, pero pregunte como despistado, como sin querer, como sabiendo de antemano que la repuesta no está ni al alcance del MI6. Ellos lo sabrán, ellos le responderán a uno con todo lujo de detalles. Y gratis.

El estilo sommelier de barbacoa:
Uno no es un entendido de vinos, ni lo pretende. Me gusta beberlos de manera informal y en compañía de confianza, porque en grupo uno engaña mejor al demonio que en solitario. Pero sí creo que uno debe tener en cuenta algunas nociones básicas sobre el tratamiento y mimo a determinados brebajes. Porque hay cuestiones que no hace falta leerlas de Peñín o de Parker, se adquieren con un poco de observación y otro poco de ósmosis social.

No es necesario llenar la copa hasta quedarse a un dedo meñique del borde como si de un refresco de terraza se tratase, y menos sirviendo un Chassagne-Montrachet, por "muy fresquito" que esté.

No se tira al fregadero las últimas lágrimas de un Numanthia que hubieran llenado una copa y hubieran vaciado el alma de este cocinero, amén del desgarro de mis cuerdas vocales con un "noooooo" que se oyó allende el Mediterráneo y se ahogó por el sumidero.

Si tres botellas no caben en una misma hielera, no deben zarandearse y golpearse contra el hielo y el agua, es mejor escoger una hielera de mayor dimensión; más aún si los huéspedes del recipiente se apellidan Dom Perignon Vintage, Domaines Ott Rosé y San Pellegrino Sparkling Water. Sin más opción ni hielera, uno sacrifica sin dudarlo a las ítalas burbujas.


Lo más cómico son las risas del cliente cuando la cascada de monje benedictino se precipita sobre el entarimado balinés de la terraza y del angosto cuello de botella salen tres copitas y media para cinco comensales. "Abran otra que la casa es grande".

La temporada sigue hasta finales de septiembre, los clientes cambian, el servicio resiste.

No se vayan todavía, que aún hay más...

3 comentarios:

  1. Buenísima crónica, además de interesante porque así uno conoce "otros mundos". Esperaré al siguiente capítulo..

    Saludines!

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  2. La casa no se... ¡Tú si que eres grande!

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  3. Osti tú! Yo me moriría por poder ver esa fauna, tendría para escribir tres novelas y media y descojonarme durante una eternidad. Dónde se apunta uno a esas cosas? Yo sé fregar, planchar, cocinar y soy una tumba hasta que me pongo a escribir:)

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