Podemos y debemos comer mejor. Los que cocinan y los que no, todos podemos.
Vivimos en la era de la información, de eso no falta. Podemos encontrar la
receta perdida con solo un clic o consular los precios de los alimentos en el
mercado, saber lo que es de temporada y lo que no, imitar a los grandes chefs o
pedir lo último de sushi para comer en casa. Todo a nuestro alcance. Pero para
eso es necesario discernir, saber diferenciar lo bueno de lo malo, lo válido de
lo falso, lo de siempre y la última moda. Y ahí está el problema. La cultura
general, la curiosidad por saber más, la inquietud por aprender continúa siendo
el mayor defecto de este país. Quien más quien menos es doctor en ciencias de la
vida, a veces médico, entrenador, crítico, juez o arquitecto. Y no, no es así.
En general somos bastante incultos en todo cuanto se aleja de nuestra área de
formación o interés. Y aunque podría estar comentando este gran error a través
de muchas profesiones y situaciones lo voy a tratar desde el comer.
La mitad cree comerse los mejores chipirones rebozados del mundo en el
chiringuito de la esquina a 3€ la ración y la otra mitad sólo entiende la
calidad de los mismos si ha pagado por ellos al menos 30€ el kilo. Los recién
llegados aficionados a la cocina abren un blog y coleccionan recetas. Otros más
osados exponen a sus hijos a shows televisivos para que los traten como a
marionetas con un fin que se me hace difícil justificar, incluso entender. Los
cursos de cocina y las catas se reproducen como setas. Las hamburgueserías
ocupan las ciudades como cualquier otra cadena de fastfood. Las denominaciones
de origen regulan tanto que hace difícil destacar, competir y en vez de servir
de ayuda empiezan a ser un inconveniente. Con las campañas de las ayudas al Banco
de Alimentos los supermercados se frotan las manos y hacen su particular agosto.
Los chinos ocupan los bares de barrio de media vida. El pequeño comercio de
alimentación languidece, el mercado de pueblo necesita de atracciones para
salir adelante. Las ferias gastronómicas son un circo. Comer casero y bien, en
la calle, empieza a ser un problema. Los restaurantes no suben el menú y en
general no es que cada vez cocinen mejor sino que cada vez compran más barato,
contratan mano de obra no cualificada y por qué no decirlo, cada vez se come
peor. Aunque al entrenador de turno le parezca que en esa casa hacen unas
bombas buenísimas o un súper culant
de última generación.
Que sí, que nos las dan con queso a la menor oportunidad. Ingenuos. Pero
somos libres, libres para escoger, para decidir dónde comer y dónde comprar.
Para decidir lo que compro y lo que me venden, incluso libres para decir NO. Y
si, también somos libres para no educarnos, para no conocer, para no saber y
para ser simples, vulgares o cansinos.
Y hablando del culant. Ese pastelito
perfectamente cilíndrico, de finísimas y delicadas paredes de bizcocho que
apenas soporta la crema de un relleno fundente merced a una lenta y prolongada
cocción. Si nunca has comido algo así, tan perfecto, tan chorreante, tan fino y
embriagador jamás podrás comparar y entender el lugar que le corresponde al culant de la esquina de moda. Como al
listo de turno, al licenciado, al nuevo doctor en Gastronomía o al último
premio nacional. ¡Manolete, si no sabes torear, pa’ qué te metes!