“Así como Barcelona
puede vanagloriarse de ser la cabeza y la casa en casi todas las cosas que
hacen de Catalunya un pueblo, debe avergonzarse
de ser la puerta traidora de la corrupción del pasado esplendor
gastronómico.
Cuando cayeron las
murallas, y la burguesía creó una ciudad a su imagen y semejanza, las luces de
París iluminaban a lo lejos como La Meca, como aquello que era lo máximo por
excelencia.
Una burguesía surgida
del campo, del comercio con las Indias, del propio enriquecimiento del comercio
o de la artesanía barcelonesa, se preparaba para la batalla de su propio
refinamiento y al mismo tiempo para la batalla en busca de sus propias señales
de identidad histórica.
Alrededor de la
Boqueria o de la Rambla se encontraban fondas y restaurantes que se convertían
en museos vivientes de la cocina del país, llenos de tratantes, viajeros
comerciantes, vendedores, gente de paso que bajaban o subían a Barcelona según
ese subjetivo situarse que tiene toda la población catalana respecto a la
Ciudad Condal, sin tener en consideración las alturas respecto al nivel del
mar.
La Fonda de Sant
Agustí, la Fonda Marcús, Can Tano, La Petxina, Delícies, Fonda de Puerto Rico,
Majorall, Casa Rius, Fonda de Bilbao, Can Cassoa, Fonda de Tarragona, Marina…,
y un serpenteante etcétera con olor a cocina catalana y francesa, no siempre
cara, a veces barata como el caso de Can Tano que tenia el sobrenombre de Ca
l’Afarta Pobres.
De aquellas fondas
incluso ha quedado un lenguaje popular humorístico basado en el eufemismo con
el que sus clientes rebautizaban las distintas especialidades que acababan
convirtiéndose en un lenguaje de argot gastronómico común para todos los
restoranes de la ciudad”.
Manuel Vázquez Montalbán, L'art de menjar a Catalunya.
Edicions 62, 1ª edición Barcelona 1977.
Rescato a aquellos platos que tienen huevos.
Una criatura, un
huevo frito.
Una criatura amb
bolquers, un huevo frito cubierto con patatas fritas.
Un estornut o un sastre
coix, un huevo frito sin más.
Una bicicleta, un
par de huevos fritos.
Ous amb sardana,
ración de tres huevos fritos.
Deseo que Colombia y sobre todo su capital Bogotá, en
compañía de Medellín, Cartagena, Barranquilla, Cali y demás ciudades de buen
apetito y mejor tradición gastronómica, le echen aquellos mismos huevos al
asunto del condumio, y no se traicione a ella misma y a sus ricas tradiciones
regionales, en pos de pseudo cocinas de vanguardia, historietas moleculares, o se
convierta en infeliz sumisa de influencias europeas y gringas de la alta
cocina.
Deseo que toda esta
loca desproporción de precios a la hora
de salir a almorzar, a cenar o a tomar buenos tragos, se convierta en algo pasajero,
efímero y con una pronta fecha de caducidad. Que cocineros verdaderamente
implicados en su oficio queden por encima de empresarios especuladores del
yantar o de chefs prepotentes que dirigen sus mesas con mando a distancia que se
prostituyen al mejor postor de estrato estratosférico.
Deseo que las escuelas de cocina de Colombia, que aparecen
como setas y se multiplican por esporas y por abultadas inversiones, sean
capaces de formar tan buenos profesionales como tan apabullante es la cuota
anual que deben pagar los estudiantes del fogón. Que la enseñanza de la técnica
culinaria vaya de la mano con la enseñanza de cultura gastronómica, de la
lectura de libros más allá de los recetarios. Que los estudiantes y el profesorado
se guíen por la pasión de aprender y de enseñar, que no por la incipiente moda de
los chefs y sus chaquetillas patrocinadas a golpe de talón.
Deseo que la razón y defensa de una identidad propia sea la
punta de lanza del futuro gastronómico del país. Que los fogones se combinen
con las letras en el Pacífico, en los Santanderes, en Antioquia y en el Eje
Cafetero, en el Altiplano Cundiboyacense, en el Caribe, en la Amazonía y en los
Llanos Orientales, en el Huila y en el Tolima. Que toda aquella cultura gastronómica
se contagie entre el pueblo colombiano y se aprenda a valorar y a disfrutar de
una comida por su sazón y por su técnica, que no por los cientos de pesos que
refleja la factura o por la deslumbrante inversión en interiorismo y
arquitectura.
Deseo que
Leo Espinosa del Cocina y Cava y de La Leo,
La
Perla en Cartagena,
Eduardo Martínez del Minimal,
Tomás Rueda del Donostia y de
Tábula,
Diego Vega Coriat del Matiz,
Klaas de Meulder del homónimo Klaas,
Luz
Beatriz Vélez del abasto,
Daniel Castaño del Gordo,
François Cornelis del La
Cigale,
Rob Pevitts del Carmen en Medellín, la
Cocina del Museo del Caribe en
Barranquilla… no vuelvan a ser olvidados en
esas listas que supuestamente miden
en nivel de creatividad y calidad de los fogones latinoamericanos. O al menos,
que aparezcan más nombres de cocineros,
CO-CI-NE-ROS, que luchan cada día por
no traicionar el histórico esplendor gastronómico colombiano, con el objetivo
de evolucionar en busca de aquella identidad propia que debe poner el yantar de
Colombia a compartir los cincuenta puestos de la gastronomía latinoamericana,
sea en la guía o en el ranking que uno consulte.
Deseo que los
proveedores vayan de la mano con los cocineros
y no sean víctimas del ocultismo, del monopolio y del egoísmo de unos pocos
chefs ególatras. Que proveedor y restaurador se beneficien mutuamente y en
favor de sus comensales, en favor de la gastronomía colombiana y en favor de la
cultura del yantar y del arte del comer.
Celebré el primer aniversario de nuestro viaje “solo ida” a
Bogotá con un par de huevos fritos dominicales. Una bicicleta en cacerola típica colombiana.