Mi muy querido amigo Xesco,
Emotivas y necesarias son sus líneas de ese sabio enciclopédico
y popular ramblero canalla.
Don Manuel Vázquez Montalbán. Emotivas porque me
recuerda usted el aniversario de una pérdida, sucedida lejos de la querida
Barcelona, funesta coincidencia con otro querido y admirado nuestro,
Don Santi Santamaria. Necesarias porque esta glotona España nuestra se está volviendo injusta,
desmemoriada y consumidora de falacias gastronómicas, sin
premeditación y
con alevosía.
Le cuento, para darle harta envidia cochina, que
tengo el placer de escribirle estas líneas meciendo mis desbordadas arrobas en
hamaca. Me rodean montañas, riachuelos y un orgiástico vergel de orquídeas,
anturios, cuernos de alce,
monsteras y un sinfín de colores y formas
desconocidas para un urbanita de la Ciudad Condal. Rompen el silencio mugidos
de siesta vacuna, rumores celestiales que prometen tormenta nocturna, ladridos
de perros sin collar y cicatrices territoriales, el concierto sinfónico de
plumas multicolores, y las secas explosiones de pólvora del popular
juego de tejo –el que usted y yo practicaremos, y haremos el ridículo, en cuanto me
honre con su visita-. Me nubla la pantalla y las teclas -que son de la poca
tecnología que me rodea- el humo de un sabroso puro adquirido en una minúscula
cigarrería de
La Heroica. Este mágico lugar se llama
Sasaima. Seguro que su
infalible memoria lo recordará de cuando le escribí sobre el
zapote.
Ubicado ya, y a buen seguro ciscándose en mi calavera, me
dispongo a relatarle a usted y a nuestros lectores la visita a otro paraíso, esta vez multitudinario y
bogotano, que me dejó embelesado hace unos días y en el que nuestros
recordados
Manuel Vázquez Montalbán,
Santi Santamaria y, por descontado, usted
mismo disfrutarían como verdaderos verracos. Le hablo de la
Plaza de Mercado de Paloquemao. El mercado más antiguo de Bogotá.
Uno no madruga, Morfeo me libre, como lo hace este mercado que despierta a partir de las tres de la mañana. Así que planté allí mis legañas a eso
de las prudentes seis y media de la mañana, con la compañía de mi querida Julia y de mi
estimado Andrés. Ambos, como usted ya sabe, autóctonos de esta ciudad e infinitamente
mejores cocineros que un oxidado servidor.
Como en casi todos los grandes y buenos mercados de abastos del planeta, este se
encuentra ubicado en un barrio humilde, con calles adyacentes que rozan lo
decadente, pobladas de personajes rudos, curtidos de pura y dura vida. Esto es
el sur de Bogotá, en la Calle 19 con Carrera 27.
Ya en el parqueadero me recibe una imagen de buen augurio.
Usted, que sabe lo que adoro a mi amigo el marrano, no me negará que esto es
empezar con excelente pie. Lástima que a media mañana –aquí las 9- dicha visión no
se transformó en un desayuno a base de
chicharrón y tuve que conformarme con un
tintico y una
arepa de queso. Sepa usted que aquí un tinto es un café largo,
muy largo. En este caso el mejor que me he tomado hasta la fecha, infusionado
en una
greca y aromatizado con
panela y canela. Otro día le cuento lo de la
greca
y lo de la
panela. La arepa excelsa. Nada que ver con la bazofia de
“café expresso
doble” y la susodicha
arepa de queso que tuve por obligación engullir la semana
pasada en un nombradísimo y pijísimo local con nombre y apellido. Del precio de estas últimas ni
le hablo, que se me crespa el flequillo y me sube el colesterol.
Para goce e ilustración suya, también le adjunto esta foto,
con la que puede apreciar que aquellas cocinas de campaña en banquetes,
caterines y
gastroquilombos son de bebés de teta. Aquí, ni siquiera aquellas
simpáticas inspectoras de
La Cheneralitá que usted y yo tenemos el placer de
conocer de cerca, tendrían tinta suficiente en sus bolígrafos corporativos.
Pero usted sabe y aprecia lo mismo que un servidor, en estos lugares plebeyos y de titánicos trabajadores
se desayuna infinitamente mejor que en los asépticos, quirúrgicos y
desinfectados locales del payaso gringo Ronald, por poner un ejemplo. Por mucho chef galáctico que
les asesore en fast, en
food y en
fashion.
Uno se siente abrumado por lo mastodóntico del complejo pero feliz
como un niño descubriendo mil colores, texturas, sabores, olores y nombres desconocidos.
No puedo transmitirle, querido amigo
Xesco, lo monumental de cada espacio ni los
kilómetros que deambulamos, así que tengo que conformarme con recordar las
diferentes áreas que se fusionan en infinitos pasillos dignos del mejor
Dédalo. Parece como si uno
paseara por una república sin fronteras donde cada estado ofrece lo mejor de
cada casa y los manjares de cada rincón del país le griten y le supliquen para
acabar en la cacerola o bajo
el filo del cuchillo.
Allá por donde entramos me asaltaron las inevitables
combinaciones para honrar las cercanas Navidades. Cajas y cajitas, árboles y
hojas, cintas y cuerdas, bolas y angelitos, flores vivas y plásticos orientales.
Seguido me encontré inmerso en un laberinto de pasadizos con
muros de legumbres secas, arroces –ninguno bomba, ninguno carnaroli, ninguno
“risotable”-, maíz, harinas, frutos secos, cereales y hasta pienso para
mascotas. Allá productos de higiene personal y limpieza doméstica, a
toneladas y a kilómetros. Y ahora doblo la esquina y me doy de narices con lo
naturista, lo orgánico, lo eco, lo bio y hasta lo cuentista. Que si secretos
egipcios de cobra, que si embriones de pato, que si aceite de visón, que si
placenta de ovejo (si, si, con O), que si baba de caracol. Pero yo me quedo con
el Moco de Gorila. A 0,36 –periódico puro- céntimos de euro los 24 sobrecicos.
Aquí le dejo a usted la instantánea. Cosa curiosa también el encontrar a la
señora emulsión de Scott pero con sabor a frutas tropicales o a
cereza. Créame amigo mío, es verdad verdadera.
Cumplida la primera hora fui asaltado por una legión de
batas blancas ensagrentadas. En lugar de amilanarme, el instinto predador de un
servidor hizo que mi pituitaria se dilatara cual
chancho trufero y mi corazón
se acelerara a ritmo de gorrinos colgando de ganchos tobilleros, de corderos
abiertos en canal, de disecciones vacunas sanguinolentas, de osamentas con alma
de tuétano, de curtidas tablas carniceras, de afiladas hachas y de maestros del
arte cisoria, de vísceras y de casquería dignas de reyes y remembranzas de
nuestros añorados
”esmorzars de forquilla”. Olores y visiones solo para estómagos
valientes.
Las aves, principalmente pollo y pavo, quedan a la vuelta de
la esquina. Enteros o diseccionados. Mollejas, patas y corazones en bandejas
aparte.
- A la orden – grito universal en Bogotá para captar a los sonámbulos clientes.
- Y esa piel de pollo, ¿la tiran? – mis ojillos abiertos cual meteoritos del armagedon.
- Claro – aseveración acompañada de mueca de quien está siendo interpelado por un extraterrestre.
- Y si yo la quiero, ¿me la vende?
- ¡Se la regalo!
Más sosegado es el paseo por la zona del pescado.
Desafortunadamente, esta ciudad se encuentra a 2.600 metros de altura, a más de 500 kilómetros de distancia del Pacífico y a más de un millar de kilómetros del Caribe. Es harto dificultoso encontrar buen pescado
fresco, que no imposible. Así pues, la gozadera no puede equipararse en este
caso con las lonjas catalanas o con los puertos de nuestra península. No debo quejarme
en cambio, pues me presentaron a unos interesantes bagres,
pargos, corvinas, truchas, calamares, langostinos, róbalo, almejas, pulpos, mojarras, congrios, langostas y otros tantos que
se quedaron, por el momento, sin presentación.
La zona de verduras es apabullante, así como pintorescas son
sus balanzas. Nada que uno eche de menos y mucho que uno ignora de más. Ya le
iré a usted explicando algunas delicias que acaban de entrar en mi nuevo
catálogo alimentario bogotano. Más adelante le hablaré de arracachas, arvejas,
habas, chuguas,
cubios, ibias,
auyamas, rábanos del tamaño de una manzana y algunas fruslerías
más. Las frutas tienen sus metros cuadrados aparte. Un servidor, que no es gran
amante de las carnes vegetales, cae rendido a los sabores, perfumes y oníricas
formas de las feijoas, granadillas, bananos, papayas, lulos, pitahayas,
zapotes,
curubas, arazás, pomarosas –o manzana de agua-, guanábanas y otros gozosos
nombres que mis saturadas neuronas se niegan a devolverme. Frutas que a uno le venden directamente o le transforman para consumir en crudo o en jugo, esto es trituradas en agua o en
leche.
Los lácteos son caso extraño e interesante, siendo éste un país de excelentes pastos y magníficas vacas. Encontré leches
de verdad, yogures y derivados sabrosos como el
kumis. Mantequillas de sabor
salvaje que rozaron mi rechazo. Otras europeizadas pero sin llegar a las
categorías de una Cadí, una Echiré o cualquiera de caserío vasco.
Esos buenos lácteos no se han transformado todavía en cultura quesera. Aquí llegan
quesos foráneos, carísimos y de lineal de supermercado. Una lástima. Sospecho
que en unos meses voy a empezar a suplicarle a usted y al bueno de
Starbase
unos paquetitos vía jet supersónico. Por caridad humana y golosa. Le dejo aquí
otra instantánea de una interesante máquina para lonchear barras de queso.
Huevos y huevos y montañas de huevos. Miles de gallina y
algunas decenas de pata, que no de pato como siguen insistiendo algunos
restoranes de allá las Españas, como usted bien sabe y sufre. De la granja de
aquí, de la granja de acullá. Le diré que es de mucho agradecer que uno sepa el
hogar materno de dichos huevos y que el precio esté indicado a tamaño folio y
por unidad.
Humedad y mil aromas me llevan a la zona de hierbas o matas.
Nopales, manzanilla, sábila (pencas de aloe vera), cebollino, menta, eneldo,
albahaca, limoncillo, poleo, hierbabuena, citronela, romero, tomillo, laurel,
ajedrea, salvia. Y si no tienen hoy se lo consiguen mañana.
Por último, dos zonas que me cautivaron. La una con decenas
de metros cúbicos - recuerde usted la EGB, alto por ancho por profundo -, de
plátanos y bananos seguidos por la misma cantidad y volumen de papas a granel y
en bultos, que son los saquitos de 50 kilos. Puras catedrales de musáceas y tubérculos.
La segunda zona que me dejó maravillado estaba compuesta por
jaulas, mangueras y desagües en todo el perímetro. Los restos de plumas mojadas
y los cacareos incesantes deben darle a usted la pista de lo que allí ocurre. Y
si usted no lo cree, aquí está un servidor para confirmarle. Venta de gallinas
y gallos vivos. Le diré que algunas aves eran de tamaño real y otras de tamaño
rottweiller
con alas. El cliente se los puede llevar vivos o difuntos, para cocinar un rico
sancocho o para conseguir aquello que las deidades paganas le racanean. No
me negará el puntito gore y morboso del gallináceo asunto. Entrañable.
Le dejo a usted Maestro, que ya el deber cocineril me susurra y a
uno le toca preparar vichysoisse –con patata pastusa-, burrito catalán –del que
usted, creador de magnánima generosidad, me confió la receta- y unas peras al
vino tinto, que si bien se añora una garnacha de Calatayud, no les hará ningún
mal una carmenere chilena. Eso sí, todo cocinado a la lumbre de una centenaria
cocina de carbón o de leña, según lo que la naturaleza provea en cada momento.
Ahogo el cigarro y
abandono la hamaca. Aquel concierto ha cambiado ahora a un trío de cuerda y
viento perpetrado por grillos, ranas y aves de nocturno canalleo. Luego, si acaso, para conciliar el sueño o tener pesadillas, me pondré los grandes éxitos del barbudo gallego. Un servidor
de usted queda ansioso de sus prontas gastroletras. Su afectísimo,