… en un colegio bogotano del siglo XIX.
Mi muy canalla y estimado amigo Xesco,
A colación de sus aventuras cocineriles con niños y colegios
del siglo XXI en Catalunya, rescato unos documentos de Cecilia Restrepo de Fuse
y Helena Saavedra de Henao, recopilados en un librito titulado “De la sala al
comedor. Anécdotas y recetas bogotanas”.
Escribo librito porque se trata de textos cual sugestiva
presentación de una investigación en proceso. Opúsculo que tiene de todo un poco
pero que nos acerca a la cotidianidad de los quehaceres del condumio bogotano
de siglos pasados. Me consta que, este centenar de páginas de Cecilia y Helena, ya han sido en parte
culminadas en la monumental obra Biblioteca Básica de Cocinas Tradicionales de Colombia.
Uno de los capítulos se presenta como “La comida del
colegio”. Capítulos a veces espartanos, otros golosos pero siempre históricos y rigurosos.
Ahí va eso.
El Colegio de San Bartolomé Nacional fue fundado por la
Archidiócesis de Bogotá en 1602 y entregado a la gestión de los jesuitas en
1605. Era una institución privada para niños regido por las llamadas
“Constituciones” donde se especificaba todo lo referente al manejo del colegio,
bajo las normas de la religión y la sociedad. El padre Pacheco fue narrador de
la vida cotidiana del colegio en lo que respecta a la comida:
“El colegial bartolino era despertado del sueño por un toque
de campana que se daba a las 5 de la mañana […] seguía el almuerzo o desayuno a
las siete […] A las once se tocaba a comer. Se dirigían todos en fila al
comedor y aguardaban de pie, junto a su puesto, a que el padre rector bendijera
la mesa y se sentara. Durante la comida se leía un libro instructivo que servía
no sólo para aumentar los conocimientos de los colegiales sino para hacer mejor
guardar el silencio. Terminada la comida se les permitía un rato de recreación,
a la que asistían todos juntos en un sitio señalado para tal efecto […] De
nuevo en el seminario se les dejaba merendar y descansar hasta las seis […] A
las siete y tres cuartos cena […] A las nueve la campana daba la señal para
acostarse, y un cuarto de hora después todas las luces debían estar apagadas”
Queda también constancia escrita que, allá por 1823, dicho
colegio realizaba ya contratos de alimentación con personas particulares
quienes se encargaban de todo lo que tenía que ver con la asistencia de los alumnos
internos. Vamos, el germen de los servicios de colectividades que tan pingües
beneficios generan en el siglo XXI, otro debate es la calidad de los mismos…
Ya en el siglo pasado, el horario se siguió cumpliendo sin
falta y deja testimonio un alumno de 1927:
“Entrábamos a las seis y media de la mañana, pues a las
siete era la misa y después se servía el desayuno. Recuerdo que nos servían
café en unas cafeteras enormes que las pasaban de mano en mano y yo me asustaba
de pensar que se me derramara, también nos daban pan o mogolla, generalmente
viejo, y no más. Yo a veces llevaba mi comiso, un emparedado de jamón y queso,
pero un día, cuando estaba listo para darle el mordisco a mi suculento pan, el
curita del comedor se dio cuenta y me lo quitó, prohibiéndome volver a llevar
fiambre […] La comida era agradable y variada. El cocinero, de la misma orden
de los jesuitas pero de una jerarquía menor, preparaba su especialidad, arroz a
la bartolina, una especie de arroz con verduras, otras veces garbanzos o fríjoles,
y la famosa sopa carmelita o de avena perlada. Las ollas de la cocina eran
inmensas, tanto que para ponerlas en el fogón había que subirlas con una cadena
y un aparato llamado diferencial. La hora de salida era a las cinco de la
tarde, hora de las onces, y en la esquina del colegio vendían el negro a dos centavos, se trataba de
un ponquecito negro, dulce, muy sabroso”
En el libro de 1818, “La cocina de los jesuitas, como modo
de guisar que observaban en las casas de los regulares de la Compañía de
Jesús”, aparecen estrictos preceptos en cuanto a aseo, higiene y preparación de
alimentos: “la limpieza esterior es indicio de la interior, y por la esterior,
señala el aseo que tiene en sus guisados y así conviene al cocinero tenga
limpia su cocina […] No se fie el cocinero en su habilidad para darle a cada
guiso el tiempo que necesite para su cochura y sazón, y más vale que en la
cantidad de caldo te quedes corto, pues mejor es que falte un poco, que sobre
mucho porque le quitas la substancia y no sacará el gusto que había de tener”.
Inclusive, se refieren a los condimentos como especia fina y
especia basta: “la primera se compone de azafrán, clavo, nuez
moscada y pimienta; mientras la basta incluye jengibre, culantro, cominos,
pimiento y azafrán”. Estos eran los Bartolinos, veamos ahora que nos cuentan
las crónicas de los Rosaristas.
El Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario fue creado en 1653 y fundado por el arzobispo don Cristóbal de Torres y Motones. El Colegio tenía su propia autonomía y no pertenecía ni a la Corona ni a la Iglesia y era regido por sus propias constituciones, algo muy particular y sorprendente para aquella época.
En cuanto a la comida de los colegiales queda documentado
que: “disponemos que sean tratados con toda decencia los colegiales y
convictores en la comida: y que su ordinario sea algún asado por principio, o,
de tocino, o, de lomito, o, de cabrito: que luego se les dé, o gigote de
carnero, o, albóndigas (link), o, pastel en vote, o, cosa semejante. Lo
tercero, la olla con vaca y ternero, con tocino y repollo, y lo último, postre
de algún dulce del trapiche, o, queso, o, cosa semejante. Y los días de capilla
se les añada un cuarto de ave o conejos, tórtolas o perdices, que parece que
basta para el regalo decente con templanza cristiana; y a la cena algún gigote
o ajiaco con los mismos postres. Mas los viernes y días de Cuaresma se les dará un par de huevos y guisado de garbanzos, alverjas o
habas, dos pescados, arroz y postre a comer, y lo mismo el sábado. Más el
viernes no se les dé de cenar sino algunas yerbas aderezadas y algún postre
dulce. Los sábados se les podrá dar de cenar algunas yerbas, una tortilla de
huevos y su postre”.
El Colegio del Rosario tenía algunas haciendas en tierra
caliente donde se sembraba y se recogía la mayoría de los alimentos que
necesitaban para la manutención de los colegiales, su manejo no era fácil y a
veces se presentaban desfalcos difíciles de sobrellevar. Usted ya sabe de lo que hablo.
Así pues, en 1844 ya queda constancia del servicio externo
contratado por el colegio a la señora Mercedes Nariño en los siguientes
términos:
“… para el almuerzo una taza de caldo, huevo con plátano o
papas fritas y un pocillo de chocolate para cada colegial. Para la comida
puchero, pan y melado, los viernes se agrega fruta y los domingos postre. En la
merienda, un pocillo de chocolate, pan y dulce de almíbar. En Semana Santa la
carne se reemplaza por pescado”.
Imagínese usted el suculento contrato, o no, pero como mínimo
la complejidad del servicio en aquella época, porque doña Mercedes también se
compromete “a lavar los manteles, paños, sábanas y cobijas de los alumnos y
entregarlos planchados; así mismo de la provisión de los muebles de madera y
barro que se necesiten en la despensa y en la cocina incluido, el pago del
salario de la cocinera y demás criadas”. Aclara además la señora Nariño en
dicho contrato que: “los sirvientes tienen bajo su responsabilidad el cuidad de
la loza, los cubiertos y los manteles, pero la reposición de estos elementos
corresponde al colegio y que la alimentación del mayordomo o portero la dará
gratis”.
¿Quiere usted saber las tarifas de la época? A saber: “los
precios dependen del número de alumnos: cuando sea de 10 a 30 se cobrarán $
10.00 por mes, si es de 30 a 45 serían $ 9.00, y de 45 en adelante: $ 8.00. Si
la cantidad de comensales pasa de 12 se ofrecerá gratis el alimento al
capellán”. Eso sí, amigo mío, no se compromete a servir la comida en horas
fuera de las establecidas por el plantel, ni extraordinarias.
Como colofón le diré que, como usted ya habrá averiguado,
los alumnos que allí estudiaban eran hijos de las familias prestantes de la ciudad.
Por ende, la disciplina era recia. No obstante, se conocieron casos de algunas
escapaditas nocturnas por parte de los jóvenes para encontrarse con mujeres o beber en alguna taberna; cuando eran descubiertos, se producía la
expulsión inmediata del plantel. Ya ve, querido canalla, usted y un servidor
las hubiéramos pasado canutas y de colegio en colegio… más por nocturnidades y alevosías que por lo abultado de nuestras faltriqueras...
Afectísimos saludos a vuesamerced,
Q.L.B.L.M.
Pantxeta